lunedì 22 agosto 2011

San Juan de Avila -. 44, 11 y 12. - LIBRO ESPIRITUAL sobre el verso AUDI, FILIA, ET VIDE, etc. Ps. 44, 11 y 12. - Seconda parte: cc. 41-80



CAPITULO 41
Que no sólo resplandece la gloria del Señor en las cosas humildes que la fe nos enseña de Dios, mas también nuestro grande provecho, valor y virtud.
No sólo resplandece en las obras de la humanidad y humildad de Dios por excelente modo su honra, mas también resulta de ellas muy gran provecho y precio del hombre. Porque ninguna cosa hay que tanto le ensalce, como haberse Dios hermanado con él; ni cosa que tanto le esfuerce el corazón contra los desmayos que el pecado le causa, como ver que Dios murió por su remedio y le fue dado por suyo. Ni hay cosa que así le mueva a amar a Dios, como verse amado de Él hasta la muerte; ni a despreciar las prosperidades, ni a sufrir las adversidades, ni a humillarse a Dios y a su prójimo, ni a cosa buena, chica ni grande, como ver a Dios abajado y humanado, y que pasó Él por estas cosas, dándole mandamientos que siga, y ejemplos que mire, y esfuerzo con que los cumpla.
Y pues este modo de remediarnos por humildad y bajeza está mejor a gloria de Dios y al bien de los hombres, señal es que ésta es obra de Dios; pues en lo que Dios obra, pretende la manifestación de su gloria y el provecho de los hombres. Por tanto, el que quiere que esta obra no sea, o la niega, enemigo es de Dios y de todos los hombres, pues le quiere privar a Él de la mayor honra que por sus obras le puede venir, y a los hombres de la mayor honra y provecho que se puede pensar. Y pues se declara enemigo del Criador y de las criaturas, Justamente se le debe castigo y muerte de infierno.
Y la causa que él puede dar, siendo preguntado de Dios: «¿Por qué no creíste las cosasaltas de Mi?», será ésta: Porque me parecieron, Señor, tan altas, que no creí ser Vos tan alto. Y preguntado: ¿por qué no creyó las cosas de su humanidad y humildad, pues fueron testimonio de su bondad y de su amor?, responderá que no pensó que la bondad y amor del Señor eran tan grandes, que bastasen a hacer y padecer tanto por amor de los hombres. De manera, que en lo alto y en lo bajo tropieza; y la raíz de ello es por sentir bajamente de Dios y tenerlo por de tasada alteza y bondad; la cual raíz y lo que de ella procede, con razón arderá en el infierno, pues es injuriosa al altísimo Dios, y lo quiere apocar y tasar.
Cuánto mejor respuesta tendrá quien dijere: Creí, Señor, de vuestra alteza y de vuestra bondad todo cuanto más pude, porque os tengo por Señor infinito en todas las cosas. Ni plega a Vos que me parezcan a mí mal vuestras obras porque tienen exceso de bondad y de amor para mí; como lo hace la infidelidad, que otra tacha no os halla, sino ser muy bueno y muy amoroso; siendo razón que por todo esto se llegase a Vos y os tomase por Dios; pues cada uno quiere más, señor que le sea padre amoroso y perdonador, que riguroso juez que le haga temblar con rigurosos castigos. Y si en las manos del hombre fuera puesto el modo de tratar Dios con nosotros, y de remediar nuestros males, no había de escoger otro sino este que Dios escogió, a Él más honroso, y al hombre más provechoso, y lleno de toda dulzura.
CAPITULO 42
En que se prueba ser la verdad de nuestra fe infalible, así por parte de los que la predicaron, como de aquellos que la recibieron, y del modo con que fue recibida.
Añadamos a lo ya dicho cómo esta fe y creencia fue recibida en el mundo, no por fuerza de armas, ni favores humanos, ni humana sabiduría; sino que la verdad de Dios peleó a solas por medio de unos pocos pescadores, y sin letras, y desfavorecidos, contra emperadores y contra sacerdotes, y contra toda la sabiduría de hombres. Y salió tan vencedora, que les hizo dejar su antigua y falsa creencia, y que creyesen una verdad tan sobre razón, y tan de corazón creída, que haber tal firmeza de crédito en cosas tan altas es una grande maravilla de Dios; y que los mismos que mataban primero a quien las creía se dejasen después matar por la verdad de ellas, y con mayor esfuerzo y amor, que primero las descreían y perseguían.
Y fuéles predicada una Ley y mandamientos purísimos, tan a pospelo de la inclinación de sus corazones, que no se pueden pensar cosas que mayor contradicción tengan entre sí, que Ley de Evangelio y la inclinación que tiene el hombre a pecar, como dice San Pablo (Rom., 7, 14): La Ley espiritual es; mas yo soy carnal, vendido debajo del pecado. Y con todo esto fue esta Ley recibida, y con la misma virtud de Jesucristo fueron los corazones y obras tan renovados para la cumplir, que manifiestamente pareció que Aquel mismo era el que en toda virtud criaba de nuevo a estos hombres, que primero los había criado en el ser natural.
Y si esto se predicara entre la gente bestial de Arabia, donde Mahoma predicó su mentira, o entre otras gentes semejables a ella y fácil de ser engañada, cual la buscan los que traen mentira, pudiérase tener de la creencia de éstos alguna sospecha. Mas ¿qué diremos, que fue predicada esta verdad en Judea, donde estaba el conocimiento de Dios y su divina Escritura; y en Grecia, donde estaba lo supremo de la humana sabiduría; y en Roma, donde estaba el imperio y regimiento del mundo? Y en todas estas partes, aunque fue perseguida, mas en fin fue creída, y verificado (sacado verdadero) el título triunfal de la cruz, que fue escrito en lengua hebrea, griega y latina, para dar a entender que en estas lenguas, que eran las principales del mundo, había de ser Cristo confesado por Rey. Pues si éstos creyeron con tener motivos bastantes, razón es que los sigamos nosotros; y si no los tuvieron, dase muy claro a entender que creyeron por lumbre de Dios; pues siendo gente tan avisada, y tan amiga de su antigua creencia, y tan fuerte en humano poder, no se pudiera plantar tan alta planta de fe, y tan profundamente plantada, y en gente tan contraria a esta verdad, si no entendiera en ello la poderosa mano de Dios. Mirando lo cual, dice San Agustín, que el que viendo que el mundo ha creído, él no cree o pide milagros de nuevo para creer, él mismo es prodigio o milagro espantable, pues no quiere seguir lo que tantos, tan altos, tan sabios, abrazaron, y con mucha firmeza.
Muy justa causa tenemos en esto los que por la gracia de Dios somos cristianos, pues que, desde que el mundo es mundo, nunca en él ha parecido hombre de tal doctrina y de tan heroica virtud, y de hechos tan maravillosos y milagros, como Jesucristo nuestro Señor, el cual predicó ser el Dios verdadero, y lo probó con escritura divina y con muchedumbre de milagros, y con testimonio de San Juan Bautista, testigo abonado con todos. Y lo mismo se ha predicado y probado con muchedumbre de milagros en la Iglesia cristiana. Y no ha aparecido tal fe, que así honre a Dios como la suya, ni tal Ley que así lo enseñe a servir como el Evangelio; el cual si alguno bien entendiese, otro motivo no habría menester para creer. Ni tampoco han aparecido en el mundo varones de tal santidad como los del pueblo cristiano; ni se han predicado tan grandes y altos galardones para los que siguen virtud, ni tan espantables amenazas contra los malos, en testimonio de que nuestro Dios es muy amigo de la bondad y enemigo de la maldad. Ni se han hecho en el mundo tantos y tales milagros en confirmación de alguna cosa, como los que se han hecho en confirmación de esta fe; la cual, si verdadera no fuera, muy injuriosa fuera a la honra del verdadero Dios, pues que atribuye a un hombre igualdad y unidad de esencia con el mismo Dios. Ni la hubiera dejado durar tanto número de años; ni hubiera tan reciamente castigado al pueblo de los judíos, que al tal hombre crucificó. Ni hubiera hecho tantos y tales milagros en prueba de esta creencia, que podemos decir a Dios con razón, como dice Ricardo, que si estamos engañados en lo que creemos, Dios nos engañó; pues tiene esta verdad tanta luz de su parte, y se han hecho tales cosas y milagros en confirmación de ella, que otro, si Dios no, no las pudiera hacer. Mas como está lejos de Dios ser engañador, está lejos de nosotros ser en esto engañados. ¡ Gloria sea a Dios para siempre!
CAPITULO 43
Que es tanta la grandeza de nuestra fe, que ninguno de los motivos dichos, ni otros que se pueden decir, bastan a que un hombre crea con esta divina fe, sin que el Señor de para creer su particular favor.
Hasta aquí habéis oído algunas de las razones que hay para atinar a que la fe católica es verdadera, y para dar cuenta a quien la pidiese de cómo no somos livianos en el creer, pues tenemos más motivos que ninguna gente del mundo.
Mas con esto, creed que es tanta la alteza de la fe cristiana, que aunque un hombre tuviese estos y otros motivos que se pueden decir, aunque entrase entre ellos el ver con sus propios ojos de carne milagros hechos en confirmación de la fe, no puede el tal hombre ser poderoso de creer con sus propias fuerzas, como el cristiano cree y Dios le manda creer. Porque así como sólo Dios por su Iglesia declara lo que se ha de creer, así Él sólo puede dar fuerzas para lo creer. Porque esta enseñanza a Dios tiene por Maestro interior, infundiendo la fe en el entendimiento, con que el nombre es enseñado y fortificado para esta creencia, según dice Cristo(Jn., 6, 45), que está escrito en los Profetas (lsai., 54, 13), que todos serán enseñados de Dios. Yel mismo Señor, Habiéndole San Pedro confesado por verdadero Hijo de Dios y por Mesías prometido en la Ley, dándole a entender, que no a sus fuerzas, sino al don de Dios había de agradecer la tal fe y confesión, le dijo (Mt., 16, 17): bienaventurado eres, Simón, hijo de Joná, porque no te descubrió acuestas cosas la carne y la sangre, mas mi Padre que está en los cielos. Y en otra parte dice (Jn., 6, 45): Todo aquel que oyó y aprendió de mi Padre, viene a Mí.Soberana escuela es acuesta, donde Dios Padre es el que enseña, y la doctrina que enseña es la fe de Jesucristo su Hijo, y que vayan a Él con pasos de fe y de amor.
Esta fe no está arrimada a razones ni motivos, cualesquiera que se puedan traer; porque quien por aquéllos cree, no creé de tal manera, que su entendimiento quede persuadido, sin quedarle alguna duda o escrúpulo. Mas la fe que Dios infunde está arrimada a la Verdad divinal, y hace creer con mayor firmeza que si lo viese con sus propios ojos, y tocase con sus propias manos, y con mayor certidumbre que la que tiene de que cuatro son más que tres, o de otra cosa de éstas, que las ve el entendimiento con tanta claridad, que ni tiene escrúpulo, ni las puede dudar aunque quiera. Y entonces dice el tal hombre a todos los motivos que tenía para creer, lo que dijeron los de Samaría a la samaritana: ya no creemos por lo que tú nos dijiste, porque nosotros mismos hemos visto y sabido que éste es el Salvador del mundo. Y aunque dicenhemos sabido, no entendáis que los que creen tienen aquella claridad de evidencia a que llamaron los filósofos ciencia. Porque, según arriba se ha dicho, ni puede él entendimiento alcanzar con su propia razón a tener esta claridad de las cosas de la fe, ni la fe es tener evidencia, porque no seria fe ni habría merecimiento. Vista se llama la fe que está en el entendimiento; mas porque no es con esta claridad de evidencia, dice San Pablo (1 Cor., 13, 12) que vemos ahora por espejo, y después en el cielo veremos faz a faz. Mas dicen los samaritanos que saben que Cristo es Salvador del mundo, para dar a entender que lo creen con tanta firmeza, como lo que más claramente se sabe, y aun con mucha mayor. Porque como—según hemos dicho—el que tiene la fe infusa de Dios, cree porque lo dice la Verdad de Dios; y como esta Verdad sea infinita y más cierta que todas las otras verdades—pues de la, participación de ésta reciben firmeza todas las otras—, está el tal creyente tan cierto que no puede ser engañado en lo que cree, como está cierto que no puede Dios dejar de ser verdadero. La cual certidumbre excede a cualquiera otra, que por cualquier vía se puede tener; y hace al hombre estar tan descansado en acuesta parte, que ni por pensamiento le pasa cosa contra la fe; o si le pasa, es tan de paso, que poca pena le da. Y si con escrúpulos o falsos pensamientos es combatido, mas en lo interior de su entendimiento muy firme y reposado está, por estar su creer edificado sobre piedra finísima, que es la misma suma Verdad, a la cual él cree por sí misma y no por otros motivos. Y por eso ni vientos, ni aguas, ni ríos, no la podrán derribar.
Y si os maravilláredes de que en un entendimiento de hombre, que tan vario es en sus pareceres y tan mudable, y que con tan poca firmeza asienta en las cosas de la razón, hay tan gran certidumbre y sosegada firmeza, que ni por argumentos, ni por tormentos, ni por ver a otros perder la fe, ni por cosa alta ni baja, él se mueva de lo que cree; digoos que os basta esto para entender que este negocio y edificio no es cosa de nuestras fuerzas, pues ellas no alcanzan a tanto. Don de Dios es, como dice San Pablo (Ephes., 2, 8), y no heredado, ni merecido, ni alcanzado por fuerzas humanas; porque nadie se gloríe en sí mismo de lo tener, mas sean fieles en conocer que es merced de Dios, dada por Jesucristo su Hijo, como dice San Pedro (1 Petr., 1,21): Fuisteis fieles por Él. No os maravilléis, pues, de que sobre la miserable arena del humano entendimiento haya edificio de tanta firmeza, pues que dice el Señor (Jn., 6, 29): Esta es la obra de Dios, que creáis en Aquel que Él envió. De manera, que como Dios lleva al hombre a fin sobrenatural, que es a verle claramente en el cielo, así no se contentó con que el hombre creyese como hombre, a fuerza de motivos, ni milagros, ni razones, mas levantándolo sobre sí mismo, dándole fuerzas sobrenaturales con que creyese, no con miedo ni escrúpulo como hombre, sino con certidumbre y seguridad, como conviene a las cosas de Dios. Y de ésta [fe] se entiende (1Cor., 12, 3), que ninguno puede llamar a Jesús Señor sino en el Espíritu Santo. Que aunque no sea necesario estar en gracia de Espíritu Santo para creer, según adelante se dirá, mas no se puede hacer sin inspiración del Espíritu Santo; porque de estas tales obras o gracias, que llamangratis datas, va allí hablando el Apóstol San Pablo.
Esta es la fe, que inclina al entendimiento a creer a la Suma Verdad en lo que la fe católica dice, como la voluntad es inclinada con el amor a amar el Bien Sumo. Y así como la punta de la aguja del marear es llevada con la fuerza del Norte a estar en derecho de él, así Dios mueve al entendimiento, con la fe que le infunde, a que vaya a Él con crédito firme, sosegado y lleno de satisfacción. Y cuando es perfecta esta fe trae consigo una lumbre, con que, aunque no vea lo que cree, mas ve cuan creíbles cosas son las de Dios. Y no sólo no siente pena en el creer, mas muy gran deleite; como lo suele hacer la perfecta virtud, que obra con facilidad, y firmeza y delectación.
Esta es la fe, que con mucha razón debe ser preciada y honrada, pues con ella honramos a Dios, como dice San Pablo que hizo Abraham (Rom., 4, 20), dándole a Dios honra de tan poderoso, que puede hacer todo lo que le dice. Y por aquí entended que la fe es honra de Dios, pues cree y predica las infinitas perfecciones que tiene. Y que ésta es la fe que, como torre, edificó Dios en nuestra ánima, para que subidos en ella, veamos, aunque en espejo, lo que hay en el cielo y en el infierno, lo que acaeció al principio del mundo, y lo que en el fin de él acaecerá. Y por escondida que sea la cosa, no se puede esconder a los ojos de la fe; como parece en aquel buen ladrón, que viendo en Cristo crucificado tanto desprecio y bajeza exterior, entró con la fe en lo escondido, y conociólo por Señor del cielo, y por tal lo confesó con grande humildad y firmeza.
Con esta fe creemos que es Escritura y palabra divina la que la Iglesia nos declara por tal; y aunque es hablada por boca de hombres, la tenemos por palabra de Dios. Y por esto no menos creemos al evangelista o profeta que escribió lo que no vio, que al que escribió lo que vio; porque no mira esta fe al testimonio humano, que estriba en medios humanos, mas en que Dios inspira al tal profeta o evangelista para escribir la verdad, y que asiste Dios con él, para que no pueda ser engañado en lo que así escribe. Cierto es, que aunque San Pedro oyó con sus orejas la voz del Padre que sonó en el monte Tabor (2 Petr., 1, 17): Este es mi Hijo muy amado, y vio con sus ojos a Jesucristo resplandecer como el sol; si no mirásemos sino que como hombre da testimonio de lo que vio y oyó, más firmeza y certidumbre tiene la Escritura o habla de los profetas (loc. cit.,19), que dieron testimonio de ser Jesucristo Hijo de Dios, aunque ni lo vieron ni oyeron con ojos ni orejas de cuerpo, que no lo que San Pedro dijo por lo que vio y oyó. Mas como la carta de San Pedro, donde esto está escrito, es declarada por la Iglesia ser divina Escritura, y por consiguiente ser palabra de Dios lo que en ella San Pedro dijo, está claro que Dios asistió con él para que aquello dijese, y asistió con él para que ni en lo que vio y oyó en el monte Tabor se engañase, ni en lo que escribió cuando contó lo que allí habían pasado. Y de esta manera la palabra de los profetas no es más firme ni cierta; porque ellos y él hablaron por un mismo Espíritu Santo, que es una misma Verdad.
Esta fe habitual infunde Dios a los niños cuando se bautizan; y a los grandes que no la tienen, cuando se disponen, habitual y actual. Porque El que quiere que todos se salven y vengan a conocimiento de esta verdad (1 Tim., 2, 4), pues sin ella no pueden agradar a Dios(Hebr., 11, 6) ni salvarse, no la deja de dar a nadie, si por él no queda.
CAPITULO 44
Que se deben al Señor muchas gracias por el don de la fe; y que de tal manera habernos de usar de ella para lo que fue dada, que no le atribuyamos lo que no tiene; y cuál es lo uno y lo otro.
Mucha razón es, doncella de Cristo, que todos los que somos cristianos agradezcamos muy de corazón al Señor, que graciosamente nos hizo merced de esta fe, con que lo fuésemos. Y ni es razón que se nos pase día sin confesar esta fe, diciendo el Credo, a lo menos dos veces, mañana y noche, ni sin dar gracias al que nos hizo merced de dar esta fe. La cual debemos procurar tener guardada en su pureza y limpieza, como cosa en que mucho nos va, mirando para qué nos es dada, porque ni faltemos de usar de ella para lo que es, ni le atribuyamos lo que no tiene. Para creer lo que Dios manda creer nos es dada; y para que nos sea lumbre de conocimiento, que nos ayude a mover la voluntad para que ame a su Dios y guarde sus mandamientos, con lo cual el hombre se salve.
Mas si alguno quisiere atribuir a esta fe, que por sola, ella se alcanza la justicia y perdón de pecados, errará gravemente, como lo han hecho los que lo han afirmado (Entra el autor a refutar el error de Martín Lucero, que atribuía la justificación a sola la fe). Porque, según arriba se ha dicho por autoridad de San Pablo (1 Cor., 12, 3), ninguno puede decir que Jesús es Señor, sino por inspiración del Espíritu Santo; en lo cual se entiende que la misma inspiración se requiere para creer todos los otros misterios de nuestra fe. Y sabemos que dijo el Señor a algunos de los que le oían (Le, 6, 46): ¿Para qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis las cosas que os digo? Y pues llamando a Jesús Señor tenían fe inspirada, como dice San Pablo (loc. cit.), y no haciendo lo que el Señor mandaba no estaban en gracia, claramente se sigue que puede un hombre tener fe, sin tener gracia. Lo cual afirma en otra parte San Pablo (1 Cor., 13, 2), donde dice: Que si un hombre tuviere don de hablar lenguas, y si supiere y tuviere toda la ciencia, y la profecía, y toda la fe, aunque pase los montes de una parte a otra, y estuviere sin caridad, ninguna cosa es. Y pues está cierto que el don de lenguas y lo demás que allí cuenta se compadecen con estar en pecado mortal, no hay por qué nadie quiera casar la caridad con la fe, para que no pueda estar la fe sin la caridad (N.B. la fe puede estar muerta sin caridad), aunque ésta no pueda estar sin la otra.
Palabra es de la divina Escritura que por la fe se da la justicia; mas que por sola la fe,invención humana es, y error muy necio y perverso, del cual el Señor nos avisó cuando dijo a la Magdalena (Lc., 7, 47): Perdonados le son muchos pecados, porque amó mucho; que son palabras tan claras para dar testimonio que se requiere el amor, cuan claras las hay en toda la Escritura para que se requiera la fe, y que no sólo ha de haber en la justificación del pecador amor. Mas porque el amor es causa y disposición para el perdón, como lo es la fe, entrambas cosas andan juntas, y de entrambas hizo el Señor mención en el negocio de la Magdalena, pues al cabo de la habla dijo (loc. cit., 50): Tu fe te hizo salva; ve en paz.
Ni en lo que el Señor dijo: Muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho, quiso decir porque creyó mucho, llamando al efecto por nombre de causa; pues está claro, que habiendo el Señor preguntado que cuál de los deudores amaría más a su perdonador, aquel a quien soltaba mas o a quien menos, había de concluir su razón con hablar de amor, y no con hablar de creer. Y si vale tomar licencia para decir que al amor llama fe, tomando al efecto por nombre de su causa, tomarla hemos nosotros para decir que en los lugares de la Escritura en que se dice que por la fe es el hombre justificado, se entiende el amor por nombre de fe, entendiendo en la causa el efecto; pues tan usado modo es de hablar y tan razonable llamar al efecto por nombre de, causa, como a la causa por nombre de efecto.
Claro habló aquí el Señor, si no quiere alguno cegarse en su luz; y fe y amor llamó por sus nombres; y entrambas se requieren para justificar, según hemos dicho. Y la misma junta afirma el Señor, diciendo a sus discípulos (Jn., 16, 27): El mismo Padre os ama, porque vosotros me amasteis a Mí, y creísteis que Yo salí de Él.
Y pues fe y amor se requieren, cierto habrá dolor de pecados, pues no dejarán de dolerle las ofensas graves que ha hecho contra Dios al que le ama sobre todas las cosas, como parece en la Magdalena y en los pecadores que se convierten a Dios.
Y porque estas cosas se requieren, y otras que de ellas se siguen, para alcanzar la justicia, por eso la Escritura divina unas veces nombra la fe, otras el amor, otras el gemido y el dolor de la penitencia, otras la oración humilde del penitente, que dice: ¡Señor, sé manso a mí, pecador!(Lc., 1.8, 13); otras el conocimiento del pecado. ¡Pequé al Señor! dijo David (2 Reg., 12, 13); y luego oyó la palabra del perdón de parte de Dios. Mas quien, movido por esto, dijese que por soloel conocimiento del pecado se perdona el pecado, no erraría poco, pues lo conocieron Caín y Judas, y muchos otros, y Saúl entre ellos, y no alcanzaron perdón. Y tan sin fundamento sería decir que por sola la fe se alcanza, porque la Escritura en algunas partes no haga mención sino de ella. Porque por esta razón, podríamos echar fuera del negocio a la fe, pues en otras partes habla la Escritura que se perdonan los pecados—sin hacer mención de la fe—por la penitencia o por otras cosas. Mas la verdad católica es que se requieren unas y otras, como disposiciones para alcanzar el perdón y la gracia.
Y si a alguno parece que se nombra muchas veces la fe, atribuyéndole la justicia, y que por la fe somos hechos hijos de Dios y participantes de los merecimientos de Jesucristo, y semejantes efectos que convienen a la gracia y caridad, no es porque la fe sola para esto baste, mas porque el sentido de la Escritura, cuando le atribuye aquellos efectos, es entender de la fe formada con la caridad, que es vida de ella.
Ni tampoco atribuye estos efectos a la fe, porque, teniendo a ella, necesariamente se tenga el amor, pues que, según se ha dicho, puede quedar fe verdadera, perdiendo la gracia y amor, el cual como dice San Pablo (1 Cor., 13, 13), es mayor que la fe y que la esperanza. Y cuando el Señor habló de la fe y el amor, así en el negocio de la Magdalena, como en el que dijimos de sus discípulos, nombró primero al amor que a la fe, dándole el primer lugar en la perfección al que es acto de la voluntad, que en cierta manera es postrero, cotejado con el acto del entendimiento, al cual pertenece la fe.
Y también se ha de mirar, que aunque los Sacramentos del bautismo y de la penitencia sea necesario recibirlos, o tener propósito de los recibir, para alcanzar la gracia perdida, el uno para los infieles, y el otro para los fieles que después del bautismo han cometido pecado mortal, mas no se habla en la Escritura tantas veces de ellos como de la fe, por lo que luego diremos; mas tampoco se deja de hacer mención de ellos, porque nadie pensase no ser necesarios para alcanzar la justicia. San Pablo dice (Tim., 3, 5), que por el bautismo de la regeneración y renovación del Espíritu Santo nos hizo Dios salvos; y (Ephes., 5, 26) que Cristo limpió a su Iglesia con el bautismo de agua, en palabra de vida. Y si, por decir la Escritura que somos justificados por la fe, se hubiesen de echar fuera los Sacramentos, también se podría echar fuera la fe, pues dice que se da la salud y limpieza por el santo bautismo. Mas el Señor entrambas cosas junta diciendo(Mc., 16, 16): Quien creyere y fuere bautizado, aquél será salvo.
Item, el mismo Señor dijo a sus Apóstoles cuando instituyó el Sacramento de la penitencia(Jn., 20, 23): Cuyos pecados perdonaredes, son perdonados, etc. Y, por consiguiente, se da gracia y justicia por este Sacramento, pues no puede haber perdón de pecados sin que se dé la gracia, la cual es significada y contenida en todos los siete Sacramentos de la Iglesia; y se da a quien bien los recibe, y con mayor abundancia que la disposición de quien los recibe, por ser obras privilegiadas, que por la misma obra que son, dan la gracia. Por lo cual deben ser en gran manera reverenciados y usados, como la Iglesia católica lo cree y nos lo enseña.
Y si la fe tan frecuentemente era en principio de la Iglesia predicada y nombrada, convenía hacerse así, porque entonces se plantaba de nuevo, y se pretendía que los infieles la recibiesen, y que entrasen por ella como por la primera puerta de la salud, para que después de entrados fuesen informados más particularmente de lo que habían de creer y obrar.
Y también convenía que se manifestase particularmente en aquellos tiempos el misterio y valor de la Pasión y muerte de nuestro Redentor Jesucristo, que con extrema deshonra había sido en aquellos tiempos crucificado. Y la fe de este misterio, como hace creer y confesar que enaquel madero, tan deshonrado según la apariencia exterior, estuvo colgada la Vida divina, y que allí (Ps. 73, 12) en medio de la tierra obró Dios con su muerte la salud y remedio del mundo, esta tal fe honra a la deshonra de la cruz, y es ensalzamiento de la bajeza que allí extremadamente se ejercitó. Por lo cual convenía que se nombrase muchas veces el nombre de fe, y con grande honra; pues que resulta en honra de Jesucristo nuestro Señor, de cuya persona y merecimientos ella da testimonio, predicando su alteza.
Y si la Escritura dice (Gal., 3, 8) que por ella son los hombres justificados, atribuyesele esto, no porque ella sola sea bastante, mas como a principio y fundamento y raíz de todo lo bueno, como lo dice el Concilio Tridentino (Sess. 6, Cap. 8). Y los que a ella sola lo atribuyen, es por hallar consuelos para su tibieza o maldad de su vida, queriendo por vía de creer asegurarse, para tener licencia de mayor anchura. Y la paz y confianza de la buena conciencia, que se causa de la perfecta caridad, quieren alcanzarla sin estos trabajos que la perfecta virtud pide. Y aun no se contentan con esto, como, según la verdad (Eccl., 9, 1), ninguno haya en esta vida del todocierto si es digno de amor o de odio; aunque según tienen mayor virtud o menor, así tienen mayores o menores conjeturas para confiar. Mas los que quieren dar tal certidumbre a quien cree, como ellos imaginan, de que está perdonado por Dios, cual se da a lo que el cristiano cree como artículo de fe, engaños del diablo son éstos, y creídos de gentes que no tienen asiento en la fe, ni santidad en la vida, enemigos de obedecer, y que andan a tientaparedes, como dicen, en los negocios de Dios. Que si esto no fuese, no tan presto los engañaría el demonio.
CAPITULO 45
Por qué el Señor ordenó salvarnos mediante la fe, y no por humana razón; y de la grande sujeción que debemos tener a las cosas que la fe nos enseña; y de la particular devoción que especialmente debemos a lo que el Señor Jesús enseñó por su boca.
La orden de las palabras de este tratado (Las palabras de este Tratado son: 1.ª, oye, hija; 2.a, y mira; 3.a, inclina tu oído; 4.ª, olvida la casa de tu padre; 5.a, y codiciará el Rey tu hermosura. Hasta ahora ha tratado la 1.a palabra, y ahora va a tratar la 3.ª) pedía que tras la palabra primera de él os declarase la segunda; mas la orden de las sentencias, por ser una la de la primera y tercera, pide que, dejando la segunda, os declare la tercera, que dice así: Inclina tu oreja.
Para lo cual habéis de notar, que es tanta la alteza de las cosas de Dios, y tan baja nuestra razón, y fácil de ser engañada, que para seguridad de nuestra salvación, ordenó Dios salvarnos por fe, y no por nuestro saber. Lo cual no hizo sin muy justa causa. Porque, pues el mundo, como dice San Pablo (1 Cor. 1, 21), no conoció a Dios en sabiduría, antes desatinaron los hombres en diversos errores, atribuyendo la gloria de Dios al sol y luna y otras criaturas; y ya que otros conocieron a Dios por rastro de las criaturas, tomaron tanta soberbia de su rastrear en conocer cosa tan alta, que les fue quitada esta luz por su soberbia, que el Señor por su bondad les había dado; y así cayeron en tinieblas de idolatría y de muchedumbre de otros pecados, como los que no conocieron a Dios habían caído (Rom., 1, 21-32). Por lo cual, así como después que los ángeles malos pecaron no consintió Dios—como lo suelen hacer los escarmentados—que viviese en el cielo alguna criatura que pudiese pecar, así viendo cuan mal se aprovecharon los hombres de su razón, y que el mundo, como dice San Pablo, no conoció a Dios por sabiduría, no quiso dejar en manos de ella el conocimiento de Él y salvación de ellos; mas antes quiso, por la predicación de lo que la razón no alcanza, hacer salvos, no a los escudriñadores, mas a los sencillos creyentes. Y así, después de habernos el Espíritu Santo amonestado las dos ya dichas palabras, que dice: Oye y ve, luego nos amonesta la tercera, que dice: Inclina tu oreja. En lo cual nos da a entender que debemos muy profundamente sujetar nuestra razón, y no estar yertos (tiesos, inflexibles) en ella, si queremos que el oír y ver, que para nuestro bien nos fueron dados, no nos sea ocasión de perdición eternal.
Cierto es que muchos han oído palabras de Dios, y han tenido excelentes conocimientos de cosas sutiles y altas, y porque se arrimaron más a la curiosidad de la vista que a inclinar con obediencia la oreja de su razón, se les tornó el ver en ceguera, y tropezaron en la luz de mediodía como si fuera tinieblas. Por eso, si no queréis errar en el camino del cielo, inclinad vuestra oreja,quiero decir, vuestra razón, sin temor de ser engañada: inclinadla con profundísima reverencia a la palabra de Dios que está dicha en toda la Sagrada Escritura. Y si no la entendiéredes, no penséis que erró el Espíritu Santo que la dijo, mas sujetad vuestro entendimiento, y creed—como San Agustín dice que él lo hacía—que, por la alteza de la palabra, vos no la podéis alcanzar.
Y aunque a toda la Escritura de Dios hayáis de inclinar vuestra oreja con igual crédito de fe, porque toda ella es palabra de una misma Suma Verdad, mas debéis tener particular respeto de os aprovechar de las benditas palabras que en la tierra habló el verdadero Dios hecho carne, abriendo con devota atención vuestras orejas de cuerpo y de ánima a cualquier palabra de este Señor, dado a nosotros por especial maestro, por voz del Eterno Padre, que dijo (Mt, 17, 5): Este es mi muy amado Hijo, en el cual me he agradado; a Él oíd. Sed estudiosa de leer y oír acuestas palabras, y sin duda hallaréis en ellas una singular medicina y poderosa eficacia para lo que a vuestra ánima toca, cual no hallaréis en todas las otras que desde el principio del mundo Dios haya hablado. Y con mucha razón, pues en lo que en otras partes ha dicho, ha sido hablar Él por boca de sus siervos; y lo que habló en la Humanidad que tomó, hablólo por su propia Persona;abriendo su propia boca (Mt., 5, 2) para hablar, el que primero había abierto y después abrió la boca de otros, que en el Viejo Testamento y Nuevo hablaron. Y mirad no seáis desagradecida a tan grande merced como Dios nos hizo, de querer Él ser nuestro Maestro, dándonos leche de su palabra para mantenernos, el mismo que nos dio el ser para que fuésemos algo. Merced es tan grande, que si hubiese peso para la pesar, y nos dijesen que en el cabo del mundo había palabras de Dios para la doctrina del ánima, habíamos de pasar todo trabajo y peligro por oír unas palabras dichas de la suma Sabiduría, y hacernos discípulos suyos.
Aprovechaos de esta merced, pues Dios tan cerca os las dio. Y pedid al que tuviere cargo de encaminar vuestra ánima, que os busque, en la Sagrada Escritura, en doctrina de la Iglesia y dichos de Santos, palabras apropiadas para las necesidades de vuestra ánima, ahora sean para defenderos de las tentaciones, según el mismo Señor, ayunando en el desierto, lo hizo para nuestro ejemplo, ahora sean para estimularos a tener las virtudes que os faltan, ahora sean para haberos con Dios como debéis, y con vos, y con vuestros prójimos, mayores y menores e iguales; y cómo os habéis de haber en la prosperidad y en la tribulación, y finalmente, para todo lo que hubiéredes menester en el camino de Dios; de manera que podáis decir (Ps. 118, 11, 105): En mi corazón escondí tus palabras, para no pecar a ti... Tu palabra es antorcha para mis pies y lumbre para mis sendas.
Y mirad no caigáis en curiosidad de querer saber más de lo que habéis menester para vos, o para la gente que tenéis a cargo; porque lo otro debéislo dejar para los que tienen cargo de enseñar al pueblo de Dios, como amonesta San Pablo (Rom., 12, 3), que nuestro saber sea con templanza.
CAPITULO 46
Que la Escritura santa no se ha de declarar por cualquier juicio (seso, dijo el autor), sino por el de la Iglesia romana; y donde ella no declara, se ha de seguir la conforme exposición de los Santos; y del grande crédito y sujeción que a esta Iglesia santa debemos tener.
Habéis de saber que la exposición de la Escritura divina no ha de ser por seso o ingenio de cada cual; porque de esta manera, aunque ella en sí sea certísima, pues es palabra de Dios, sería,para lo que toca a nosotros, cosa muy incierta, pues comúnmente suele haber tantos sentidos cuantas cabezas. Y como nos convenga mucho tener suprema certidumbre de la palabra que hemos de creer y seguir, pues que hemos de poner, por su confesión y obediencia, todo lo que tenemos y la misma vida, no estuviera bien proveído el negocio, si los diversos sentidos de los hombres no dejaran tener certidumbre a la palabra en el corazón del cristiano. A sola la Iglesia Católica es dado este privilegio, que interprete y entienda la divina Escritura, por morar en ella el mismo Espíritu Santo que en la Escritura habló. Y donde la Iglesia no determina, hemos de seguir la concorde y unánime interpretación de los santos, si no queremos errar. Porque de otra manera, ¿cómo se puede bien entender con espíritu ni ingenio humano lo que habló el divino, pues cada escritura se ha de leer y declarar por el mismo espíritu con que fue hecha?
Y también habéis de saber, que declarar cuál escritura sea palabra de Dios, para que por tal sea de todos creída, no pertenece a otro sino a la misma Iglesia cristiana, cuya cabeza en la tierra, por divina ordenación, es el Romano Pontífice. Y tened por cierto, como San Jerónimo dice, que «cualquier persona que, fuera de esta Iglesia y casa de Dios, comiere el cordero de Dios, profano es, no cristiano». Y quienquiera que fuere hallado fuera de ella, necesariamente ha de perecer, como los que no entraron en el arca de Noé fueron ahogados con el diluvio. Esta es la Iglesia a la cual manda el Evangelio que oigamos, y que a quien no la oyere tengamos por malo y por infiel (Mt., 18, 17). Y ésta es la Iglesia de la cual dice San Pablo que es columna y firmamento de la verdad (1 Tira., 3, 15).
Y a creer que esto es así, nos inclina y alumbra la misma fe infundida de Dios, de que arriba hemos dicho, como a uno de los otros artículos, y con la misma e igual certidumbre; y hasta aquí así se ha creído de esta Iglesia. Y por haberse, apartado en nuestros tiempos una gente soberbia (Combate el autor la herejía luterana, que, rechazando la autoridad de la Iglesia en la interpretación de la Biblia, atribuía infalibilidad al espíritu privado), y por eso del demonio engañada, no por eso deja la Iglesia de ser lo que era, ni nosotros debemos dejar de creer lo que antes creíamos. Por tanto, contra esta Iglesia no os mueva revelación, ni sentimiento de espíritu, ni otra cosa mayor ni menor, aunque pareciese ser ángel del cielo (Gal., 1, 9, 19) quien contra ella decía, porque serlo en la verdad no es posible. Y menos os muevan doctrinas de herejes, pasados, presentes o por venir, los cuales, desamparados de la mano de Dios por su justo juicio, siguen luz falsa por verdadera, y perdiéndose ellos, son causa de perdición de cuantos les siguen. Mirad en lo que han parado los que se apartaron en tiempos pasados de la creencia de esta Iglesia, y cómo fueron semejables a un ruido de viento, que presto se pasa y luego se olvida. Y mirad por otra parte la firmeza de nuestra fe y de nuestra Iglesia, y cómo ha quedado por vencedora; y aunque combatida desde su nacimiento, nunca vencida, por estar fundada sobre firme piedra (Mt., 6, 25), contra la cual, ni lluvias, ni vientos, ni ríos, ni las puertas de los infiernos pueden prevalecer (Mt., 16, 18).
Cerrad, pues, vuestras orejas a toda doctrina ajena de la Iglesia, y seguid la creencia usada y guardada de tanta muchedumbre de años; pues es cierto que en ella han sido salvos y santos grandísima muchedumbre de gente. Porque no veo cosa de mayor locura, que dejar el hombre un camino por el cual han caminado personas muy sabias y santas, y han ido al cielo, por seguir a unos menores en todo bien, sin comparación, que los pasados, y solamente mayores en la soberbia y desvergüenza de querer ser más creídos sin prueba ninguna, más de la de su propio parecer, que la muchedumbre de los pasados que tuvieron divinal sabiduría, y excelentísima vida, y muchedumbre de grandes milagros; siendo el principal de los que éstos engañados siguen, un Martín Lutero, tan flaco en su carne, que ni pudo vivir, según él lo dice, sin mujer. ¿Cómo llamaremos espíritu bueno al que en aquel mal hombre vivía, pues no tuvo fuerza para darle castidad, aun de las más comunes, siendo la que él prometió de las más altas, teniéndola muchos, a quien él fuera razón que siguiera como a mejores? Y pues el Señor dice (Mt., 7, 16) que por los frutos conoceremos él árbol, espíritu de la tierra y de flaqueza de carne y del demonio moraba en él, pues tales frutos hacía, y otros peores. Esperad un poco, y veréis el fin de los malos, y cómolos vomitará Dios con extrema deshonra, declarando el error de ellos con manifiesto castigo, como de los pasados ha hecho.
CAPITULO 47
De cuan terrible castigo es permitir Dios que uno pierda la fe; y cómo justamente es quitada a los que no obran conforme a lo que ella enseña.
Quien tuviere lumbre con que juzgar que los bienes y males verdaderos son los espirituales, ya ve de presente el recio castigo de Dios sobre acuesta gente, y tal castigo, que ninguno es mayor sino sólo el infierno (Jerem., 10, 7). ¿Quién no te temerá, oh Rey de las gentes? Y (Ps. 89, 12) ¿quién conoció el poder de. tu ira, o la podrá contar con el gran temor de ella? Los grandes castigos de Dios, que se deben temer sobre todos, no son los males de hacienda, ni honra, ni vida; mas dejar Dios endurecer en el pecado a la voluntad del hombre, o dejar cegar con error al entendimiento, mayormente en cosas de fe, éstas son las heridas del furor divinal; heridas de justo y riguroso juez, de las cuales se entiende con mucha razón lo que Dios dice en Jeremías (30, 14): Con herida de enemigo te herí, con riguroso castigo. Aunque no usa Él de este rigor de juez, sino habiendo primero usado de misericordia de padre.
Y si bien miráis, tiene esta ceguedad del entendimiento este particular mal, más que la dureza de la voluntad; que aunque ésta sea mucha, aun hay alguna esperanza de alcanzar remedio. Porque como le queda al hombre la fe, aunque muerta, tiene conocimiento que hay remedio en la Iglesia para su pecado, lo cual es grande ayuda para levantarse y remediarse. Mas quien yerra en la fe, ¿cómo lo buscará, o cómo lo hallará, pues que, fuera de la Iglesia, no lo podrá hallar, porque no lo hay? Y el que hay en la Iglesia no lo busca, porque no lo cree; y así queda perdido. Palabra es que Dios hace en Israel, que a quienquiera que la oyere, le retiñirán las orejas de puro temor (1 Reg., 3, 11).
Mas tan grande castigo no viene sin grande justicia; la cual declara San Pablo diciendo(Rom., 1, 18): Descúbrese la ira de Dios desde el cielo sobre toda la maldad de aquellos hombres que detienen la verdad de Dios en la injusticia. Y el intento del Apóstol en aquel lugar es acueste: qué hubo hombres que aunque conocieron a Dios, no le sirvieron como a Dios; antes se hincharon con ciega soberbia, y teniendo verdad en el entendimiento, obraron maldad con la voluntad. De manera, que la verdad de Dios estaba en ellos detenida o encarcelada, pues no hacían lo que ella enseñaba, mas lo que la mala voluntad de ellos quería. Y porque la verdad de Dios es cosa muy excelente, y la da Él por grande merced, para que siguiéndola el hombre con la afección, la honre, y alcance la virtud y se salve. Y si el tal hombre no mira esto, y la trata de arte que ni hace lo que ella le enseña, ni la tiene en lugar limpio como ella merece, hace en ello una gran deshonra contra Dios que la dio, y contra la verdad dada por Él. Y si ella tuviese lengua, pediría a voces justicia contra el tal hombre; porque siendo ella tan preciosa joya, y que tanto puede al hombre aprovechar, está detenida, sin la oír, ni hacer lo que dice, y aposentada entre la hediondez de pecados que el tal hombre, tiene en su voluntad. Y así como puede, a semejanza de la sangre de Abel (Gen., 4) da voces pidiendo venganza. Porque aunque el tal hombre no le quita la vida de ser verdad, pues se compadece fe verdadera con vida mala, quítale la eficacia que tuviera en el obrar, sí no la impidiera, mas le ayudara, con su voluntad a obrar lo que ella enseñaba. Y estas voces óyelas Dios, que es el que dice (Lc. 12, 47): El siervo que conoce la voluntad de su Señor y no la hace, será azotado con muchos azotes. Entre los cuales, el mayor de los que en este mundo da, según hemos dicho, es permitir que el tal hombre caiga en error, en pena de sus pecados. Y así fueron castigados aquéllos con caer en tan ciega idolatría, que vinieron a adorar por Dios las aves y serpientes y bestias. Y porque quitaron a Dios la honra que como a Dios se le debía, y la dieron a cuya no era, tornóles a castigar Dios este pecado de idolatría con permitirlos caer en tan feos pecados; que es temor pensarlos y vergüenza decirlos.
Y aunque los castigados con este castigo sin duda caerán en pecados, mas su caída es tan libre, como lo es en los otros pecados, en que por su propia voluntad caen. Y por muchos que sean los unos y otros, no les está cerrada la misericordia de Dios, si se quieren acoger a sus piadosas entrañas. El poder de Dios se manifiesta en lo primero, su sabiduría en lo segundo, y subondad y misericordia en lo tercero.
Y por este norte que el Soberano Juez castigó a estos soberbios gentiles, castigó también a los ingratos judíos; y con mucha razón, pues les dio más conocimiento que a los gentiles; del cual usaron tan mal, que a la misma Luz verdadera, que es Jesucristo, lo negaron con infidelidad, y lo crucificaron por mano de los gentiles. Y porque quisieron apagar aquella Luz soberana, sin la cual no hay luz ni verdad, quedáronse en obscuras tinieblas y eternal perdición, si no se convirtieren al servicio del Señor que negaron. Mas veamos cuál fue el motivo que los trajo a tan grande mal, de descreer a la Luz que presente tenían. Responde San Juan (3, 19): Amaron mas los hombres tas tinieblas que la luz, porque eran sus obras malas; y todo aquel que mal hace, aborrece laluz. De manera que porque el Señor y su doctrina encaminaban a toda verdad y virtud, y ellos amaban la mentira y maldad, no lo podían oír ni mirar; ni quisieran que hubiera luz de doctrina que descubriera la santidad falsa que ellos tenían; ni que hubiera ejemplo de perfecta vida, en comparación de la cual era condenada la suya por mala. Y de la raíz de esta voluntad, así depravada, salió el fruto de negar y matar al celestial Médico que los venía a curar. Y quedaron tales, cuales mucho tiempo antes los había pintado el Santo Rey y Profeta David, cuando de ellos dijo (Ps. 68, 24): Sean obscurecidos sus ojos porque no vean, y su espinazo ande siempre acorvado; porque quedaron sus ojos sin lumbre de fe, y con voluntad aficionada a cosas de la tierra.
CAPITULO 48
En que se prosigue más en particular lo ya dicho; y se declara lo que se requiere para entrar a leer y entender las divinas Letras y Doctores santos.
Pues si Dios celó tanto la honra de su conocimiento que dio a los gentiles, y el que dio a los judíos, ¿cuánto celará el que da a los cristianos, pues es mayor sin comparación que el que unos y otros tuvieron? Y pues muchos usan muy mal de este conocimiento de fe tan excelente, no es maravilla que algunas veces hiera Dios a los tales con este terrible castigo, de dejarles caer en herejías como a los pasados. ¿Por ventura no vemos cumplido con nuestros ojos lo que San Pablo profetizó de los tiempos postreros, diciendo (2 Tessal, 2, 10) que había Dios de enviar a unos hombres operación de error, para que crean a la mentira, y mentira contra la fe? Pues nadie hay que ignore la desventurada y grande eficacia con que tanta gente ha abrazado de corazón la luterana herejía, que claramente se ve haberles Dios enviado esta eficacia de error para creer a la mentira, como dijo San Pablo. Mas no envía Dios cosa de éstas, incitando al hombre a que crea mentira, ni a que haga maldad; porque no es tentador de los malos, según dice Santiago Apóstol (1, 13); mas dícese enviar operación de error, cuando con justo juicio deja al entendimiento del hombre ser engañado por falsas razones o falsos milagros que le haga otro hombre o el perverso demonio; y así sienta una eficacia dentro de sí para creer aquella mentira, que le parezca que es movido a creerla como una muy grande y saludable verdad. Recio juicio de Dios es acueste; y pues Él es justo, grande debe ser la culpa en cuyo castigo se hace. Y cuál sea esta culpa, el mismo San Pablo nos lo declara diciendo (2 Tessal., 2, 10): Porque no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Porque si miráis cuan poderosa cosa es la verdad que creemos para ayudarnos a servir a Dios y ser salvos, pareceros ha grave culpa no amar esta verdad y seguir lo qué ella enseña; y muy mayor, hacer feas obras contra todo lo que ella enseña. ¡Cuan lejos había de estar de ofender a Dios quien cree que para quien le ofende hay fuego eterno, con otros innumerables tormentos, con que sea el tal castigado mientras Dios fuere Dios, sin esperanza de todo remedio! ¿Cómo se atreve a pecar quien cree, que, entrando el pecado por una puerta en el ánima, Dios se sale por la otra? Y, qué tal queda, Señor, el hombre sin Ti, sentíalo aquel que rogaba: Señor, no te apartes de mí (Ps. 34, 22). Porque, Dios ido, quedamos en muerte primera de culpa, y en víspera de muerte segunda, de culpa y pena infernal.
Con razón se maravillaba Job (6, 6) cuando decía: ¿Quién podrá gustar lo que, siendo gustado, trae consigo la muerte? Mucha razón es, cierto, que el manjar que no gustaríamos creyendo al médico que dijese haber muerte en él, no lo gustásemos con perverso consentimiento, habiendo Dios dicho (Es., 18, 20), que el ánima que pecare, aquélla morirá. ¿Por qué no obra en ti la fe que tienes a la palabra de Dios, lo que obra el dicho del médico, pues éste puede y suele engañar, mas Dios nunca? ¿Y por qué el haber dicho Dios que Él es galardón eterna! de los que le sirven, no nos hace a todos con gran diligencia y esfuerzo servirle, aunque en ello pasásemos muy muchos trabajos y nos costase la vida? ¿Por qué no amamos a nuestro Señor, el cual creemos ser sumo Bien, y habiéndonos Él amado primero, aun hasta morir por nosotros? Y así en todo lo demás que esta sagrada fe tan poderosamente nos enseña y convida, cuanto es de su parte, y nosotros con grave culpa dejamos de seguir y seguimos obras contrarias. ¿Puede ser mayor monstruo, que creer un cristiano las cosas que cree, y hacer tan malas obras como muchos las hacen? Pues en castigo de que no tuvieron amor a la verdad, con la cual fueran salvos, poniendo en obra lo que ella enseñaba, que les sea quitada, dejándoles creer al error, es muy justo juicio de aquel Señor, que es terrible en sus consejos sobre los hijos de los hombres(Ps. 65, 5).
Y si miráis dónde armó Dios el lazo con que los judíos y herejes fuesen castigados, según hemos dicho, pareceros ha cosa más para temblar, que para hablar. Preguntadles a éstos que, en qué estriban para seguir su error con pertinacia tan porfiada; y deciros han los unos, que en la Escritura Sagrada del Viejo Testamento, y los otros que en la del Nuevo. Y veréis abiertamente cumplida la profecía del Santo Rey y Profeta David, en que dice (Ps. 68, 23): La mesa de ellos séales hecha en lazo, y en castigo y en tropiezo. ¿Visteis nunca cosa tan al revés, tornarse la mesa de vida, en lazo de muerte? ¿La mesa de consolación y perdón, en castigo? ¿La mesa do hay lumbre para saber andar el camino que lleva a la vida, tornarse en tropiezo para errar el camino y caer en la muerte? Grande, por cierto, es la culpa que tal castigo merece: que el hombre se ciegue en la luz, y se le torne muerte la vida.
Justo eres, Señor, y justos tus juicios (Ps. 118, 137), y ninguna maldad hay en ti, mas hayla en los que usan mal de tus bienes; por lo cual es justo que tropiecen en ellos, y sea castigada la deshonra que hicieron a ellos y a Ti. Grande bien, Señor, y muy grande es tu fe; acatada y obedecida y puesta en obra es razón que sea. Y grandes mercedes nos hiciste en darnos tu divina Escritura, tan provechosa y necesaria para te servir. Mas porque, siendo el viento que en este mar sopla viento del cielo, quisieron algunos navegar por él con vientos de tierra, que son sus ingenios y estudios, ahogáronse en él, permitiéndolo Tú. Porque así como en las parábolas que predicabas, Señor, en la tierra, eran secretamente enseñados aquellos que tenían disposición para ello, y eran otros con ellas mismas cegados por tu justo juicio (Mt., 13, 11), así tienes Tú el profundo mar de tu divina Escritura, diputado para hacer misericordia a tus corderos, que naden en el provecho suyo y ajeno, y también para hacer justicia con que los soberbios elefantes se ahoguen, y ahoguen a otros. Temida, y muy temida, debe ser la entrada en la divina Escritura, y nadie se debe arrojar a ella sino con mucho aparejo, como a cosa en que hay mucho peligro. Lleve quien hubiere de entrar en ella el sentido de la Iglesia católica romana, y evitará el peligro de la herejía. Lleve para aprovecharse de ella limpieza de vida, como dice San Atanasio, por las palabras siguientes: «Necesaria es la bondad de vida, y limpieza de ánima, y cristiana piedad para la investigación y verdadera ciencia de las Escrituras.» Y después dice: «Porque sin limpieza de ánimo, y vida imitadora de santidad, no es posible entender los dichos de los santos. Que así como si alguno quiere mirar la luz del sol, limpia sus ojos y se pone más claro limpiándose, casi a la semejanza de aquel sol que desea mirar, para que así el ojo, hecho luz, pueda mirar la luz del sol; y también así como si alguno desea ver alguna región o ciudad, se acerca a ella por causa de verla; así el que desea alcanzar la inteligencia de los Santos, conviene le primero lavar y limpiar su ánima, y por semejanza de vida y costumbres, acercarse a los mismos Santos, para que así estando con sus deseos y vida, conjunto con ellos, entienda aquellas cosas que Dios a ellos reveló, y hecho casi uno de ellos, escape del peligro de los pecadores, y del fuego que en el día del juicio les está aparejado.»
Esto que ha dicho San Atanasio conviene mucho llevar, para sacar provecho de la divina Escritura. Porque sin esta limpieza de vida, bien podrá uno saber por la Escritura lo que Dios quiere en general, mas saber en particular el consejo de Dios, y qué quiere Dios, como dice el Sabio, no se puede saber por estudio humano, mas según él mismo dice (Sap., 9, 17): Tu sentido, Señor, ¿quién lo sabrá, si Tú no dieres sabiduría, y enviares de las alturas el Santo Espíritutuyo? Esta sabiduría es la que enseña el agradamiento de Dios en particular, la cual no mora en los malos. Y cuando ésta persevera en el hombre con experiencia de santos trabajos, humildes oraciones y frutos de buenas obras, hace a un hombre verdaderamente sabio, para que, con la lección de la Escritura y larga experiencia, pueda enseñar a los otros a manera de testigo de vista, y dar en la vena del ajeno corazón, enseñado por lo que pasa en el suyo. Y sin esto, si una vez acertare, errará muchas, y será de aquellos de los cuales dice San Pablo (1 Tim., 1, 7): Que queriendo ser enseñadores de la Ley, no entienden las cosas que hablan.
Conviene también ayudarse el hombre que quiere estudiar la Divina Escritura, del socorro y exposición de los Santos, y aun de escolásticos; porque lo que del estudio de la Divina Escritura se saca sin llevar estas cosas, probádolo ha Alemania (Refiérese a la multitud de herejías y a las revoluciones sociales producidas por el desenfreno en la interpretación privada de la divina Escritura), mas por su mal...
CAPITULO 49
Que no debemos ensoberbecernos viendo que otros pierden la fe que nosotros no habernos perdido, antes humillarnos con temor; y de las razones que para ello hay.
No saquéis vos de oír estas caídas ajenas alguna soberbia de corazón, con que digáis: No soy yo como aquellos que tan feamente han perdido la fe. Acordaos de unos hombres quecontaban a nuestro Señor que Pilato habla muerto a cierta gente de Galilea en mitad de unos sacrificios que hacían (Lc., 13, 1); y llevaban los que esto contaban un liviano complacimiento en su corazón, con que se tenían por mejores que aquellos que hablan hecho cosas merecedoras de que los matase Pilato. Y como el Soberano Maestro entendía la tal soberbia, sin que ellos la manifestasen, queriéndolos desengañar, les dijo de esta manera: ¿Pensáis que aquellos hombres de Galilea eran mayores pecadores que todos los hombres de aquella provincia, porgue vino tal castigo sobre ellos? ¿O pensáis que aquellos dieciocho hombres sobre los cuales cayó la torre en Siloé y los mató, eran mayores pecadores que todos los otros hombres que moraban en Jerusalén? Yo os digo que no, y que si penitencia no hiciéredes todos juntamente pereceréis.Este mismo sentido tiene San Pablo, cuando dice (Rom., 11, 19): Por la incredulidad fueron cortados los judíos, que eran ramos en la oliva de los creyentes, y tú por la fe estás en pie. No quieras ensoberbecerte, mas teme, porque de otra manera también serás tú cortado.
Los castigos de Dios hechos en otros, humildes y cautos nos deben hacer, no soberbios. Que dondequiera que en nuestros tiempos infelicísimos queramos mirar, hay que llorar y que decir con Jeremías (Jerem., 14, 18): Si salgo al campo, veo muertos a espada; si entro en la ciudad, veo muertos y desperecidos con hambre. Los primeros son los que se han salido de la ciudad, que es la Iglesia; gente que está sin cabeza, porque la espada de la incredulidad les ha quitado la cabeza que Dios dio a los cristianos, que es el Romano Pontífice; y los segundos son muchos de los que en la ciudad de la Iglesia tienen sana la fe, mas están miserablementemuertos de hambre, porque no comen manjar de la obediencia de los mandamientos de Dios y de su Iglesia. Cosas son éstas dignas que las sintamos, si sentido tenemos de Cristo, y que las lloremos delante su acatamiento y le digamos: ¿Hasta cuándo, Señor, no habrás misericordia de aquellos por los cuales derramaste tu sangre y perdiste la vida en la cruz con tantos tormentos? Y pues el negocio es tuyo, sea también de tu mano el remedio, pues que de otra mano es imposible venir.
Tened, vos, doncella, cuidado de sentir y pedir esto; pues si a Cristo amáis, habéis de tener dentro de vuestro corazón entrañable compasión de las ánimas, pues por ellas murió Jesucristo. Y también os conviene mucho mirar cómo vivís, y cómo os aprovecháis de la fe que tenéis, porque no os castigue Dios con dejaros caer en algún error con que la perdáis, pues habéis oído con vuestras orejas cuánta gente la ha perdido por las herejías del perverso Matín Lutero; y otros hay que han negado a Cristo en tierra de moros, por vivir según la ley bestial de Mahoma (Huyendo de la reforma promovida por el gran Cardenal Cisneros, muchos religiosos pasaron al África y renegaron de la fe). En lo cual veréis cumplido lo que dice San Pablo (1 Tim., 1, 19): que por haber desechado algunos la buena conciencia, perdieron la fe; ahora sea—como arriba dijimos, cuando hablábamos de los motivos para creer—, porque la misma mala conciencia poco a poco hace cegar el entendimiento para que le busque doctrina que no contradiga a sus maldades; ahora porque el Soberano Juez, en castigo de pecados, permita caer en herejía; ahora sea por lo uno o por lo otro, es cosa para temer, y poner cuidado de lo evitar.
Y aunque esto no acaezca a todos los malos cristianos, pues aunque estén en pecado mortal, no por eso pierden la fe, según hemos dicho, mas en cosa que tanto nos va, el haber acaecido a uno solo, es razón que ponga a todos cuidado y temor de huir aquella ocasión. Que, cierto, bien lejos estaban los corazones de los once Apóstoles de entregar a la muerte a Jesucristo, nuestro Señor; y porque Él dijo que uno de ellos lo había de entregar, temieron todos, y dijeron (Mt., 26, 22): ¿Por ventura, Señor, soy yo?, temiendo que podían por su flaqueza caer en lo que de presente se sentían libres.
Para todo lo cual os será muy provechosa palabra la que entre manos tenemos: Inclina tu oreja, obedeciendo con fe a Dios y a su Iglesia, y no tener entendimiento escudriñador, que sea oprimido de la Majestad, según está amenazado en la Escritura (Prov., 25, 27). Porque los que quieren tantear las inefables cosas de Dios con la pequeñez de su entendimiento y razones, acaéceles lo que a los que miran en hito al mismo sol, que no sólo no ven, mas antes pierden la vista, y son rechazados, por el grande exceso que hay, de la luz que miran a los ojos con que la miran. Y así estos tales, buscando satisfacción por vía de entender y escudriñar, hallan dudas e inquietud. Porque no se comunica la sabiduría de Dios sino a los pequeños y humildes, que con sencillez se llegan a Él, inclinando su oreja a Él y a su Iglesia, y reciben de su bondad muy grandes mercedes, con las cuales queda el ánima satisfecha, hermoseada con fe y con obras; a semejanza de la hermosa Rebeca, a la cual fueron dados de parte de Isaac zarcillos para las orejas y ajorcas para las manos (Gen., 24, 22). Y porque nos fuese más encomendada esta sencilla sujeción de nuestro entendimiento, no se contentó el Espíritu Santo con amonestárnoslo en la primera palabra, diciendo: Oye, hija; mas amonestólo en estotra que dice: Inclina tu oreja; para que sepan los hombres, que, pues Dios no habla palabras ociosas, en decirnos una sentencia por diversas palabras, nos quiere mucho encomendar este sencillo y humilde creer, principio de nuestra salud, y si con pila se junta el amor, tendremos salud del todo perfecta.
CAPITULO 50
De cómo suelen ser muchos engañados dando crédito a falsas revelaciones. Y declárase en particular en qué consiste la verdadera libertad de espíritu.
No es razón que pase de aquí sin avisaros de un gran peligro que a los que caminan en el camino de Dios acaece, y a muchos ha derribado. El principal remedio del cual, consiste en el aviso que el Espíritu Santo nos dio, mediante acuesta palabra que dice: Inclina tu oreja. Y este peligro es ofrecerse a alguna persona devota revelaciones o visiones, o otros sentimientos espirituales, los cuales muchas veces, permitiéndolo Dios, trae el demonio para dos cosas: una, para con aquellos engaños, quitar el crédito de las verdaderas revelaciones de Dios, como también ha procurado falsos milagros para quitar el crédito de los verdaderos; otra, para engañar a la tal persona debajo de especie de bien, ya que por otra parte no puede. Muchos de los cuales leemos en los tiempos pasados, y muchos hemos visto en los presentes; los cuales deben de poner escarmiento, y dar aviso a cualquiera persona deseosa de su salud, a no ser fácil en creer estas cosas, pues los mismos que tanto crédito les daban primero, dijeron y avisaron,después de haber sido libres de aquellos engaños, que se guardasen los otros de caer en ellos. Gerson (Gerson, canciller de la Universidad de París en el siglo xv) cuenta haber acaecido en su tiempo muchos engaños de apuestos, y dice haber sabido de muchos que decían y tenían por muy cierto haberles revelado Dios que habían de ser Papas; y alguno de ellos lo escribió así, y por conjeturas y otras pruebas afirmaba ser verdad. Y otro, teniendo el mismo crédito (Crédito :creencia, persuasión) que había de ser Papa, después se le asentó en el corazón que había de ser Anticristo, o a lo menos mensajero de él; y después fue gravemente tentado de matarse él mismo, por no traer tanto daño al pueblo cristiano; hasta que por la misericordia de Dios fue sacado de todos estos engaños, y los dejó en escrito para cautela y enseñanza de otros.
No han faltado en nuestros tiempos personas que han tenido por cierto que ellos habían de reformar la Iglesia cristiana, y traerla a la perfección que a su principio tuvo, o a otra mayor. Y el haberse muerto sin hacerlo ha sido suficiente prueba de su engañado corazón, y que les fuera mejor haber entendido en su propia reformación, que con la gracia de Dios les fuera ligera, que, olvidando sus propias conciencias, poner los ojos de su vanidad en cosa que Dios no la quería hacer por medio de ellos.
Otros han querido buscar sendas nuevas, que les parecía muy breve atajo para llegar presto a Dios; y parecíales, que dándose perfectamente a Él, y dejándose en sus manos, eran tan tomados de Dios y regidos por el Espíritu Santo, que todo lo que a su corazón venía no era otra cesa sino lumbre e instinto de Dios (Alude a los alumbrados, cuyo error fundamental describe).Y llegó a tanto este engaño, que si acueste movimiento interior no les venia, no habían de moverse a hacer obra buena, por buena que fuese; y si les movía el corazón a hacer alguna obra, la hablan de hacer, aunque fuese contra el mandamiento de Dios; creyendo que aquella gana que su corazón sentía, era instinto de Dios y libertad del Espíritu Santo, que los libertaba de toda obligación de mandamientos de Dios; al cual decían que amaban tan de verdad, que aun quebrantando sus mandamientos no perdían su amor. Y no miraban que predicó el Hijo de Dios por su boca lo contrario de acuesto, diciendo (Jn., 14, 21): El que tiene mis mandamientos y los guarda, aquél es el que me ama. Item (v. 23): Si alguno me ama, guardará mi palabra. Y (v. 24): El que no me ama, no guardará mi palabra. Dando claramente a entender, que quien no guarda sus palabras, no tiene su amor ni amistad. Porque, como dice San Agustín: «Ninguno puede amar al Rey, cuyo mandamiento aborrece.»
Y lo que el Apóstol dice (1 Tim., 1, 9): Al justo no le es impuesta ley; y que (2 Cor., 3, 17)donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad; no se ha de entender que el Espíritu Santo haga a ninguno, por justo que sea, ser libertado de la guarda del mandamiento de Dios, ni de su Iglesia, ni de sus mayores; antes mientras más se les comunica este Espíritu, más amor les pone; y creciendo el amor, crece el cuidado y gana de guardar más y más las palabras de Dios y de su Iglesia; sino, como este Espíritu sea eficacísimo, y haga al hombre verdadero y ferviente amador de lo bueno, pónele tal disposición en el ánima cuando con abundancia se da, que no le es pesada la guarda de los mandamientos, antes muy fácil, y tan sabrosa, que diga Santo Rey y Profeta David (Ps. 118, 103): ¡Cuan dulces son para mi garganta tus palabras! Más que la miel para mi boca. Porque como este Espíritu ponga perfectísima conformidad en la voluntad del hombre con la voluntad de Dios, haciéndole que sea un espíritu con Él (1 Cor., 6, 17), quiere decir, como dice San Pablo, que tenga un querer y no querer, necesariamente ha de ser al hombre sabrosa la guarda de la voluntad de Dios, pues a cada uno es sabroso obrar lo que ama. Tanto, que si la misma Ley de Dios se perdiese, se hallarla escrita por el Espíritu Santo en las entrañas de ellos, según dice Santo Rey y Profeta David (Ps. 36, 31), que la Ley de Dios está en el corazón del justo; quiere decir, en su voluntad, según Dios. Y antes lo había dicho Dios (Jerem., 31, 33): Yo daré mi Ley en las entrañas de ellos. Y de aquí es, que aunque no hubiese infierno queamenazase, ni paraíso que convidase, ni mandamiento que constriñese, obraría el justo por sólo el amor de Dios lo que obra. Porque como el Espíritu Santo obre en el hombre para con Dios lo que la generación humana en el corazón del hijo para con su padre, pues por él y su gracia recibimos la adopción de los hijos de Dios, de ahí viene que el tal hombre, como un amoroso hijo reverencia y sirve a Dios por el amor filial que le tiene. Tras lo cual viene aborrecimiento perfecto de todo pecado, y la perfecta esperanza, que alanza de si tristeza y temor, como se sufre alanzar en este destierro, y hacerle sufrir los trabajos, no sólo con paciencia, mas con alegría. Y por esta libertad que tiene para con pecados y con trabajos, aborreciendo a los unos y amando a los otros, se llamalibre, y que al tal justo no le es puesta ley. Así como si hubiese una madre que mucho amase a su hijo y mucho hiciese por él, no le sería pesada la ley que le mandase hacer lo que con su corazón maternal con su hijo hace. Y así esta tal madre no estaría debajo de ley ni de trábajos, mas encima de ella, como libre, pues obra con deleite lo que la ley le manda con autoridad. Y de esta manera hacen los que hemos dicho, cumpliendo la Ley con amor. Y aun muchos hacen cosas a que no tienen obligación, ardiendo su corazón con mayor fuego de amor, que la obligación en que les pone la Ley. Y así se ha de entender lo que dice San Pablo (Gal., 5. 18): Si sois llevados por el espíritu, no estáis debajo de la Ley. Porque aborreciendo al pecado, y siendo amorosos para con la Ley, y gozosos con los trabajos todo lo cual viene de ser guiados por el espíritu, no les es carga la Ley según es dicho. Mas en quebrantando uno de los Mandamientos de Dios o de su Iglesia, luego se va este Espíritu, según está escrito (Sap., 1, 5), que se aparta de los pensamientos que son sin entendimiento, y que será echado del ánima, por venir a ella la maldad. Y como entonces no son llevados los hombres por este Espíritu Santo, necesario es que queden sujetos a la pesadumbre que da la Ley a los que no la aman, y queden flacos para sufrir los trabajos, y sujetos a caídas de culpas.
No diga, pues, nadie que quebrantando mandamientos de Dios o de su Iglesia, pueda haber justicia, ni libertad, ni amor con Él; pues el Señor pronuncia ser esclavo, no libre Un., 8. 34), el que hace el pecado. Y como no hay participación de luz con tinieblas (2 Cor., 6, 14), no la hay entre Dios y quien obra maldad; porque, según es escrito (Sap., 14, 9): Aborrecible es a Dios el malo y su maldad.
Heos dado cuenta de acueste tan ciego error, como poniéndooslo en ejemplo, por donde saquéis otros muchos, tan necios y torpes como él; en los cuales han caído en tiempos pasados y presentes los que han livianamente creído que los sentimientos o instintos que en su corazón había eran de Dios.
CAPITULO 51
De cómo nos habernos de haber para no errar en las tales ilusiones; y cuan peligroso sea el deseo de revelaciones o cosas semejantes.
Con deseo que vuestra ánima no sea una de acuestas, os encomiendo mucho escarmentéis, como dicen, en ajena cabeza; y que tengáis mucho aviso de no consentir en vos, poco ni mucho, el deseo de acuestas cosas singulares y sobrenaturales, porque es señal de soberbia o curiosidad peligrosa.
De lo cual en algún tiempo fue tentado San Agustín, cuyas palabras son éstas: «¡Con cuántas artes de tentaciones ha procurado conmigo el enemigo que yo pidiese a Ti, Señor, algún milagro! Mas ruégote, por amor de nuestro Rey Jesucristo, y por nuestra ciudad de Jerusalén la del cielo, que es casta y sencilla, que así como ahora está lejos de mí el consentimiento de acuesta tentación, así lo esté siempre más y más lejos.» San Buenaventura dice que muchos han caído en muchas locuras y errores, en castigo de haber deseado las cosas ya dichas. Y dice que antes deben ser temidas que deseadas. Y si os vinieren sin quererlas vos, temed, y no les deis crédito, mas recurrid luego a nuestro Señor, suplicándole no sea servido de llevaros por este camino, sino que os deje obrar vuestra salud en su santo temor (Phil., 2, 12), y camino ordinario y llano de los que le sirven. Especialmente habéis de mirar esto, cuando la tal revelación o instinto os convidare a reprender o avisar de alguna cosa secreta a tercera persona, y mucho más si es sacerdote, o Prelado, o semejante persona a quien se debe particular reverencia. Desechad entonces muy de corazón estas cosas, y salid de ellas con decir lo que dijo Moisés (Ex., 4, 13): Suplicóte, Señor, envíes al que has de enviar. Y Jeremías (1, 6) dijo: Muchacho soy, Señor, no sé hablar:teniéndose entrambos por insuficientes, y huyendo de ser enviados a corregir a los otros. Y no temáis que por esta resistencia humilde se enojará Dios o se ausentará si el negocio es suyo; mas antes se acercará y lo aclarará. Pues quien da su gracia a los humildes (Jac., 4, 6), no la quitará por hacer acto de humildad. Y Si no es de Dios, huirá el demonio, herido con la piedra de la humildad, que es golpe que le quiebra la cabeza como a Goliat (1 Reg., 17, 49).
Y así acaeció a un Padre del yermo, que apareciéndole una figura del crucifijo, no sólo no le quiso adorar ni creer, mas cerrados los ojos dijo: «No quiero ver en este mundo a Jesucristo, bástame verlo en el cielo.» Con la cual respuesta huyó el demonio, que con ajena figura le quería engañar. Otro Padre respondió a uno, que decía ser Ángel enviado a él de parte de Dios: «Yo no he menester, ni soy digno de mensajes de ángeles; por eso mira a quién te enviaron, que no es posible que te enviasen a mí, ni te quiero oír.» Y así con esta humilde respuesta huyó el demonio soberbio. Y por esta vía de humildad, y de desechar muy de corazón estas cosas, han sido muchas personas libres por la mano de Dios de muy grandes lazos que por esta vía el demonio les tenía armados; probando en sí mismo lo que dice Santo Rey y Profeta David (Ps., 114, 6): ElSeñor guarda a los pequeñuelos: humílleme yo, y libróme Él. Y, por el contrario, hallando la falsa revelación o instinto del demonio alguna gana o aplacimiento liviano en el corazón de quien le recibe, prende allí y toma fuerzas para del todo engañar, permitiéndolo Dios no sin justo juicio; porque, como dice San Agustín, «la soberbia debe ser engañada».
Estad, pues, tan limpia de acueste aplacimiento, y de pensar que sois algo por acuestas revelaciones, que no se mude vuestro corazón ni un solo punto del lugar humilde en que antes estaba, debajo del temor santo de Dios; y así os habed en ellas como si no os hubieran venido. Y si con responder esto, el negocio pasare adelante, dad luego cuenta de él a quien os puede aconsejar lo que os cumple. Aunque mejor sería dar esta cuenta luego que os acaeciese, y ayudar vos con oraciones y ayunos y otras buenas obras, al que os ha de aconsejar, para que Dios le aclare la verdad, pues el negocio es tan dificultoso. Porque si al espíritu bueno de Dios tenemos por espíritu malo del demonio, es gran blasfemia, y somos semejantes a los miserables fariseos, contradictores de la verdad de Dios, que atribuían al espíritu malo las obras que Jesucristo nuestro Señor hacia por Espíritu Santo. Y si con facilidad de creencia aceptamos el instinto del espíritu malo por cosas del Espíritu Santo, ¿qué mayor mal puede ser, que seguir las tinieblas por luz, y el engaño por verdad, y lo que peor es, al demonio por Dios? En entrambas partes hay gran peligro, o teniendo a Dios por demonio, o al demonio por Dios. Y cuan gran necesidad hay de saber distinguir y estimar cada cosa de éstas en lo que ella es, ninguno hay, por ciego que sea, que no lo vea. Mas cuan clara está la necesidad, tan dificultosa y escondida está la certificación y lumbre de acuesta duda. Y así como no es de todos profetizar o hacer milagros, con otras semejantes gracias, sino de aquellos a quien el Espíritu santo las reparte por su voluntad, así no es dado al espíritu humano, por sabio que sea, juzgar con certidumbre y verdad la diferencia de los espíritus, si no fuese alguna cosa muy clara contra la Escritura o Iglesia de Dios. Necesaria, pues, es en todo caso lumbre del Espíritu Santo que se llama discreción de espíritus; con la cual entrañable inspiración y alumbramiento juzga el hombre, que este don tiene, sin errar, cuál es el espíritu de verdad o de mentira. Y si es cosa de tomo, débese decir al Prelado, y tener por acertada su determinación (Insigne fue la discreción de espíritu de que estuvo dotado el Santo Maestro Juan de Ávila, a cuyo supremo criterio apeló Santa Teresa de Jesús para cerciorarse en los temores de su conciencia).
CAPITULO 52
En que se ponen algunas señales de las buenas, y de las malas y falsas revelaciones o ilusiones.
Allende de lo dicho habéis de mirar qué provecho o edificación dejan en vuestra ánima acuestas cosas. Y no os digo esto para que por estas u otras señales vos seáis juez de lo que en vos pasa, mas para que, dando cuenta a quien os ha de aconsejar, tanto más ciertamente él pueda conocer y enseñaros la verdad, cuanto más particular cuenta le diéredes.
Mirad, pues, si estas cosas os aprovechan para remedio de alguna espiritual necesidad que tengáis, o para alguna cosa de edificación notable en vuestra ánima. Porque si un hombre bueno no habla palabras ociosas, menos las hablará el Señor, el cual dice (Isa., 48, 17): Yo soy el Señor, que te enseño cosas provechosas, y te gobierno en el camino que andas. Y cuando se viere que no hay cosa de provecho, mas marañas y cosas sin necesidad, tenedlo por fruto del demonio, que anda por engañar o hacer perder tiempo a la persona que las trae y a las otras a quien se cuentan; y cuando más no puede, con este perdimiento de tiempo se da por contento.
Y entre las cosas que habéis de mirar que se obran en vuestra ánima, la principal sea si os dejan más humillada que antes. Porque la humildad, como dice un Doctor, pone tal peso en la moneda espiritual, que suficientemente la distingue de la falsa y liviana moneda. Porque según dice San Gregorio: «Evidentísima señal de los escogidos es la humildad, y de los reprobados es lasoberbia.» Mirad, pues, qué rastro queda en vuestra ánima de la visión o consolación, o espiritual sentimiento; y si os veis quedar más humilde y avergonzada de vuestras faltas, y con mayor reverencia y temblor de la infinita grandeza de Dios, y no tenéis deseos livianos de comunicar con otras personas aquello que os ha acaecido, ni tampoco os ocupáis mucho en mirarlo o hacer caso de ello, mas echáislo en olvido, como cosa que puede traer alguna estima de vos; y si alguna vez os viene a la memoria, humilláisos, y maravilláisos de la gran misericordia de Dios, que a cosas tan viles hace tantas mercedes; y sentís vuestro corazón tan sosegado, y más, en el propio conocimiento, como antes que aquello os viniese estábades; alguna señal tiene de ser Dios, pues es conforme a la enseñanza y verdad cristiana, que es que el hombre se abaje y desprecie en sus propios ojos; y de los bienes que de Dios recibe, se conozca por más obligado y avergonzado, atribuyendo toda la gloria a Aquel de cuya mano viene todo lo bueno. Y con esto concuerda San Gregorio, diciendo: «El ánima que es llena del divino entendimiento, tiene sus evidentísimas señales, conviene a saber, verdad y humildad.» Las cuales entrambas, si perfectamente en un ánima se juntaren, es cosa notoria que dan testimonio de la presencia del Espíritu Santo.
Mas cuando es engaño del demonio, es muy al revés; porque, o al principio o al cabo de la revelación o consolación, se siente el ánima liviana y deseosa de hablar lo que siente, y con alguna estima de sí y de su propio juicio, pensando que ha de hacer Dios grandes cosas en ella y por ella. Y no tiene gana de pensar sus defectos, ni de ser reprendida de otros; mas todo su hecho es hablar y revolver en su memoria aquella cosa que tiene, y de ella querría que hablasen los otros. Cuando estas señales, y otras, que demuestran liviandad de corazón, viéredes, pronunciarse puede sin duda ninguna que anda por allí el espíritu del demonio.
Y de ninguna cosa que en vos acaezca, por buena que os parezca, ora sean lágrimas, ora sea consuelo, ahora sea conocimiento de cosas de Dios, y aunque sea ser subida hasta el tercero cielo, si vuestra ánima no queda con profunda humildad, no os fiéis de cosa ninguna ni la recibáis; porque mientras más alta es, más peligrosa es, y haceros ha dar mayor caída. Pedid a Dios su gracia para conoceros y humillaros, y sobre todo esto déos más lo que fuere servido; mas faltando esto, todo lo otro, por precioso que parezca, no es oro, sino oropel; y no harina de mantenimiento, sino ceniza de liviandad. Tiene este mal la soberbia, que despoja el ánima de la verdadera gracia de Dios; y si algunos bienes le deja, son falsificados para que no agraden a Dios, y sean ocasión al que los tiene de mayor caída. Leemos de nuestro Redentor que cuando apareció a sus discípulos el día de su Ascensión (Mc., 16, 14), primero les reprendió la incredulidad y dureza de corazón, y después les mandó ir a predicar, dándoles poder para hacer muchos y grandes milagros; dando a entender, que a quien Él levanta a grandes cosas, primero le abate en sí mismo, dándole conocimiento de sus propias flaquezas; para que aunque vuelen sobre los cielos, queden asidos a su propia bajeza, sin poder atribuir a sí mismos, otra cosa sino su indignidad.
La suma, pues, de todo esto sea, que tengáis cuenta de los efectos que estas cosas obran en vos, no para ser vos juez de ellas, sino para informar a quien os ha de aconsejar, y vos tomar su consejo.
CAPÍTULO 53
De la oculta soberbia con que suelen ser muchos gravemente engañados en el camino de la virtud. Y de cuan a peligro están los tales de ser enlazados en ilusiones del demonio.
Mas habéis de notar, que muchos sienten en sí mismos su propia vileza, y cuan nada son de su parte, y paréceles que atribuyen puramente la gloria a Dios de todos sus bienes, y tienen otras muchas señales de humildad; y con todo esto están llenos de soberbia, y tan enlazados en ella, cuanto ellos más libres piensan estar. Y es la causa, porque ya que vivan en verdad, por no atribuir los bienes a sí, viven en engaño, por pensar que son sus bienes más y mayores de lo que en la verdad son; y piensan tener de Dios tanta lumbre, que ellos solos bastan para regirse en el camino de Dios y aun para regir a los otros; y ninguna persona hay que en los ojos de ellos sea suficiente para los regir. Son en gran manera amigos de su parecer, y aun tienen en poco algunas veces lo que los santos pasados dijeron, y lo que a los siervos de Dios que en su tiempo viven, parece. Jáctanse tener el espíritu de Cristo y ser regidos por Él, y no haber menester humano consejo, pues con tanta certidumbre Dios y su unción les satisface en sus oraciones.
Piensan, como San Bernardo dice, «en las casas ajenas, y que en solas las suyas luce el sol». Y desafían y desprecian a todos los sabios, como Goliat al pueblo de Dios. Sólo aquél es bueno en su juicio, que con ellos se conforma; y no hay cosa que más molesta les sea, que haber quien les contradiga. Quieren ser maestros de todos y creídos de todos, y ellos a ninguno creer, y a la discreción cauta de los experimentados llaman tibieza y temor, y a los desenfrenados fervores y novedades, llenas de singularidad o causadoras de alborotos, llaman libertad de espíritu y fortaleza de Dios. Y aunque traigan en la boca casi a la continua, «Esto me dice mi espíritu; Dios me satisface», y semejantes palabras, otras veces alegan la Escritura de Dios, mas no la quieren entender como la Iglesia y los Santos la entienden, mas como a ellos parece, creyendo que no tienen ellos menor lumbre que los Santos pasados, antes que los ha tomado Dios por instrumento para cosas mayores que a ellos. Y así, haciendo ídolos de sí mismos, y poniéndose encima de las cabezas de todos con abominable altivez, es tan miserable el engaño de ellos, que siendo extremadamente soberbios se tienen por perfectos humildes; y creyendo que en solos ellos mora Dios, está Dios muy lejos de ellos; y lo que piensan que es luz, es muy obscuras tinieblas. De éstos, o que parecen a éstos, dice Gerson: «Hay algunos a los cuales es cosa agradable ser regidos por su parecer propio, y andan en sus invenciones guiados, o por mejor decir, arrojados por su propia opinión, que es peligrosísima guía. Macéranse con ayunos demasiadamente, velan mucho, turban y desvanecen el cerebro con demasiadas lágrimas. Y entre estas cosas no creen amonestación ni consejo de nadie. No curan de pedir consejo a los sabios de la Ley de Dios, ni se curan de oírlos; y cuando los oyen o piden consejo, desprecian sus dichos. Y es la causa, porque han hecho entender a sí mismos que son ya alguna cosa, y que saben mejor que todos qué es lo que les conviene hacer. De estos tales yo pronuncio que presto caerán en ilusión de demonios, presto caerán en la piedra del tropiezo; porque son llevados con ciega precipitación y ligereza demasiada. Por tanto, cualquiera cosa que dijeren de revelaciones no acostumbradas; tenedlo por sospechoso.» Todo esto dice Gerson.
CAPITULO 54
De algunas propiedades que tienen los que en el capítulo pasado dijimos ser engañados. Y de cuánto conviene recibir parecer ajeno; y de los males que trae el amor del propio juicio.
Habéis de saber, que algunos de éstos que he dicho en el capítulo pasado, son gente sin letras, y cordialmente enemigos de los letrados. Y si por ventura saben algún poco latín, para leer y traer consigo un Testamento Nuevo, es tanto lo que se creen a sí mismos, pensando que creen a Dios, y estriban en unos livianísimos motivos y enlázanse en ellos con tal ceguedad, que por claros que son (Por claros que son: a pesar de ser muy claros), no saben sacudirse de ellos. Y son tan atrevidos e impersuasibles que, como la Escritura dice (Prov., 17, 12), mejor es encontrar con una osa que le han tomado los hijos, que con un necio que confía en su necedad. Y tienen muy en la memoria, y también en la lengua, aquel dicho de San Pablo (1Cor., 8, 1): La ciencia hincha, y la caridad edifica. Y con esto paréceles tener licencia de despreciar a los sabios como a gente hinchada, y précianse a sí mismos como a gente llena de caridad; y no advierten que están ■ ellos hinchados con soberbia de santidad, que es más peligrosa qué soberbia de letras, como cosa que nace de cosa mejor, y por eso es ella peor. Aunque en la verdad, ni la ciencia, ni las buenas Obras producen ellas de sí esta mala polilla, mas la maldad del malo, que toma ocasión de lo bueno para se hinchar. Y pues así es, no deben luego despreciar a los sabios, pues que la sabiduría de si misma no les es impedimento para ser humildes y santos, antes a muchos ha sido y es grande ocasión para serlo. Y juzgar que no lo son es una grande soberbia e injurioso juicio. Y ya que no lo fuesen, acuérdense que está escrito (Mt., 23, 2): Sobre la cátedra de Moisés se asentaron los letrados y fariseos; haced lo que os dicen, y no hagáis lo que hacen. Y éstos son al revés, porque no toman la buena doctrina que los sabios dan, y hacen lo malo que ellos dicen que hacen, que es ser soberbios, despreciándolos, y no curando del orden natural y divino, que es que los menos sabios sean regidos por los más sabios.
Ni es contra esto lo que dijo San-Juan (1 Jn., 2, 27): Que la unción enseña de todas cosas.Porque lo que quiere decir es, que la gracia y lumbre de Dios, unas veces enseña al hombre interiormente por sí sola, y otras que vaya a pedir ajeno consejo, y a quién ha de ir a pedirlo; y así enseña de todo, aunque no por sí sola todo. Y a este propósito dice San Agustín: «Huyamos tales tentaciones, que son soberbiosísimas y peligrosas. Antes pensemos cómo el mismo Apóstol San Pablo, aunque fue postrado y enseñado con voz celestial (Act., 9, 6, 11), con todo eso fue enviado a hombre para recibir los Sacramentos y ser incorporado en la Iglesia. Y Cornelio Centurión fue enviado a San Pedro (Act., 10, 5), no solamente para recibir sacramentos, mas para oír de él lo que había de creer, esperar y amar. Porque si no hablase Dios a los hombres por boca de hombres, muy abatida cosa sería la condición humana. Y ¿cómo sería verdad lo que está escrito (1 Cor., 3, 17): El templo de Dios, santo es; que sois vosotros, si no diese Dios respuestas desde este templo, que son los hombres, mas todo lo que quisiese que aprendiesen los hombres, se lo hubiesen de decir desde el cielo, y por medio de ángeles? Y también la misma caridad no tendría entrada para que se comunicasen los corazones de unos con otros, si los hombres no aprendiesen mediante otros hombres. San Felipe fue enviado al Eunuco (Act., 8, 27), y Moisés recibió el consejo de su suegro Jetró (Ex., 18, 24).» Todo esto dice San Agustín.
Item, dice San Juan Climaco: «Que el hombre que se cree a sí mismo, no ha menester que le tiente el demonio, porque él mismo se es demonio para sí.» ítem, dice San Jerónimo: «No quise yo seguir mi propio parecer, el cual suele ser muy mal consejero.» Item, San Vicente dice, y aconseja mucho, «que el hombre que quisiere ser espiritual, tenga algún maestro por quien se rija; y si lo puede haber y no lo toma, nunca le comunicará Dios la gracia, por su soberbia». San Bernardo y San Buenaventura a cada paso aconsejan lo mismo. Y la Escritura de Dios está llena de esto mismo. Unas veces dice (Isa., 5, 21): ¡Ay de vosotros que sois sabios en vuestros ojos, y delante [de] vosotros mismos prudente! Y en otra parte (Prov., 26, 12): Si vieres algún hombre que se tiene por sabió, cree que más bien librado que éste, será el ignorante. Y San Pablo nos amonesta (Rom., 12, 16): No queráis ser sabios acerca de vosotros mismos. Y el Sabio dice(Prov., 18, 2): Si no dijeres al necio las cosas que él cree en su corazón, no recibirá las palabras de prudencia. Y en otra parte (Eccli., 6, 34): Si inclinares tu oreja, recibirás doctrina; y si amares el oír, serás sabio. Y por no ser prolijo, digo que la Escritura divina y amonestaciones de los Santos y las vidas de ellos, y las experiencias que hemos visto, todas a una boca nos encomiendan que no nos arrimemos a nuestra prudencia, mas que inclinemos nuestra oreja al ajeno consejo.
Porque de otra manera, ¿qué cosa habría más sin orden que la Iglesia de Dios, o cualquiera congregación, si cada uno ha de seguir su parecer, pensando que acierta? ¿Y cómo puede ser que el espíritu de Cristo, que es espíritu de humildad y de paz y de unión, mueva a uno a ser en contrario de todos los otros, en quien el mismo Dios mora? ¿Y cómo puede nacer de este espíritu, que se tenga un hombre en tanta estima, que no se halle en la congregación de los hombres quien le pueda enseñar, ni juzgar si su espíritu es bueno o malo? Porque como dice San Agustín, no dejaría éste de tomar ajeno consejo y obedecer, sino porque piensa con su soberbia que es mejor que el otro que le aconseja. Y ya que sea su soberbia tanta, que crea que es mejor que los otros, debe pensar que así como puede ser uno menos bueno que otro, y tener don de profecía o de sanar enfermos, y semejantes dones, de los cuales carezca el otro que es mejor que él, así puede ser que el que es menor en otros dones, sea mayor en tener don de consejo o de discreción de espíritu, de los cuales carezca el otro, que era mayor. Y pues Dios es tan amigo de la humildad y paz, no tema nadie que, si lo que tiene es de Dios, se vaya o se pierda por sujetarse por el mismo Dios al ajeno parecer, antes más y más se confirmará; y si de otra parte fuere, huirá. Y si su sabiduría es infundida de Dios, mire que una de las condiciones de ella, según dice Santiago (3, 17), es ser suadible (Suadible: que se deja persuadir. Es palabra latina: suadibilis). Y mire que llama San Agustín a estos pensamientos «soberbísimos y peligrosísimos». Porque aunque sea peligrosa la soberbia e inobediencia de la voluntad, que es no querer obedecer a la voluntad ajena, muy más peligrosa es la soberbia del entendimiento, que es, creyendo a su parecer, no sujetarse al ajeno. Porque el soberbio en la voluntad alguna vez obedecerá, pues tiene por mejor el ajeno parecer; mas quien tiene sentado en sí que su parecer es el mejor, ¿quién le curará? ¿Y cómo obedecerá a lo que no tiene por tan bueno? Si el ojo del ánima que es el entendimiento, con que se había de ver y curar la soberbia, ese mismo está ciego (Lc., 11, 34) y lleno de la misma soberbia, ¿quién lo curará? Y si la luz se torna tinieblas, y si la regla se tuerce, ¿qué tal quedará lo demás?
Y son tan grandes los males que vienen de acuesta soberbia, que turban a todos con cuantos contrata; porque con quien defiende porfiadamente su parecer propio y es amigo de él, ¿quién hay que en paz pueda vivir?
Y porque del todo maldigáis y huyáis este vicio, sabed que llega hasta hacer a los que eran buenos cristianos, perversos herejes; ni por otra cosa lo han sido, ni son, sino por creer más a su parecer propio que al de la Iglesia y de sus mayores. Pensaban ellos que acertaban, y que lo que en su corazón pasaba era obra de Dios, y que si creían más al parecer ajeno que a lo que en su corazón sentían, dejaban a Dios por el hombre. Mas la experiencia y la verdad nos demuestra que lo que pensaban ser espíritu de verdad era espíritu de engaño; el cual, cuando por otra parta no los pudo vencer, combatiólos transformandose en ángel de luz (2 Cor., 11, 14), debajo de semejanza de bien; y así quitóles la vida del ánima, por no querer ellos sujetarse al ajeno parecer.
CAPITULO 55
Que debemos grandemente huir el propio parecer, y escoger persona a quien por Dios nos sujetemos para ser de ella regidos; y qué tal ha de ser ésta; y cómo nos habremos con ella.
Tomando, pues, escarmiento de acuestas cosas, os amonesto que, así como habéis de ser enemiga de vuestra voluntad, así mucho más lo seáis de vuestro parecer, y de querer salir con la vuestra, pues que veis el mal paradero que tiene el parecer propio. Sed enemiga de él fuera de vuestra casa y en vuestra casa; y aunque sea en cosas livianas, no lo sigáis; porque a duras penas hallaréis cosa que tanto turbe el sosiego que Cristo quiere en vuestra ánima para comunicarse con ella, como el porfiar y querer salir con la vuestra. Y más vale que no se haga lo que vos deseábades, que perder cosa que tanto habéis menester para gozar de Dios en sosiego. Y esto entended, si vos no tenéis oficio de regir la casa; porque entonces no debéis dejar lo que os parece ser bueno, aunque debéis informaros bien por oración y consejo, según la calidad de la cosa.
Ya sabéis que los que se han de haber en alguna cosa de afrenta, se suelen primero ensayar en cosas livianas, para estar industriados en las que son de verdad y mayores. Y, cierto, creed que quien está acostumbrado a creerse, y estima su entendimiento por sabio, queriendo salir con su parecer en las cosas pocas, se hallará nuevo y dificultoso en negar su parecer en las cosas mayores. Y, por el contrario, el ejercitado en cosas pequeñas a llamar a su entendimiento de necio y a fiar poco de él, hallarse ha facilitado para sujetarse, o al parecer de Dios o de sus mayores, o para no juzgar fácilmente a su prójimo.
Y así como en las cosas que he dicho de poca importancia podéis negar vuestro parecer y seguir el ajeno, sin examinar mucho quién lo dice o no, así os digo que en lo que toca a vuestra conciencia debéis de estar avisada, que ni la fiéis de vuestro parecer, ni la fiéis de quienquiera. Conviéneos que toméis por guía y padre a alguna persona letrada, y experimentada en las cosas de Dios; que uno sin otro ordinariamente no basta. Porque las solas letras no son suficientes para proveer las particulares necesidades y prosperidades y tentaciones, que acaecen en las ánimas de los que siguen la vida espiritual; en las cuales, como dice Gerson, se ha de ocurrir (recurrir) a los experimentados. Y muchas veces acaecerá a los que no tuvieren más que letras, lo que acaeció a los Apóstoles, andando una noche en la mar con tormenta, que pensaron que Cristo, que a ellos venía, era fantasma (Mt., 14, 26), teniendo por engaño lo que es merced y verdad de nuestro Señor, como hicieron los Apóstoles. Poneros han algunos de ellos demasiados temores, condenándolo todo por malo; y como en sus corazones están muy lejos de la experiencia del gusto e iluminaciones de Dios, hablan de ello como de cosa no conocida, y a duras penas pueden creer que pasan en los corazones de los otros cosas más altas que las que pasan en el corazón de ellos.
Otros hallaréis ejercitados en cosas de devoción, que se van ligeramente tras un sentimiento de espíritu, y hacen mucho caso de él; y si alguno les cuenta algo de acuestas cosas, óyenlo con admiración, teniendo por más santo al que más tiene de ellas, y aprueban ligeramente estas cosas como si en ellas todo estuviese seguro: y como no lo esté, muchos de éstos por ignorancia caen en errores, y dejan caer a los que tienen entre manos, por no darles suficientes avisos contra las cautelas del demonio; por lo cual no son buenos para regir tampoco como los pasados.
Mas sabed que hay algunos de tan buen juicio, y que tienen entendido que la santidad verdadera no consiste en estas cosas, sino en el cumplimiento de la voluntad del Señor; y tienen experiencia de las cosas espirituales, y saben dudar y preguntar a quien les informe. De estos tales bien os podréis fiar, aunque no tengan letras; pues para quien todo su negocio es entender en sí mismo, acuesto le basta.
Y pues tanto os va en acertar con buena guía, debéis con mucha instancia pedir al Señor que os la encamine Él de su mano, y encaminada, fiadle con mucha seguridad vuestro corazón, y no escondáis cosa de él, buena ni mala: la buena, para que la encamine y os avise; la mala, para que os la corrija. Y cosa de importancia no la hagáis sin su parecer, teniendo confianza en Dios, que es amigo de obediencia, que Él pondrá en el corazón y lengua a vuestra guía lo que conviene a vuestra salud. Y de esta manera huiréis de dos males, y extremos: Uno, de los que dicen: «No es menester consejo de hombre; Dios me enseña y me satisface.» Otros están tan sujetos al hombre, sin mirar otra cosa sino que es hombre, que les comprende aquella maldición, que dice(Jerem., 17, 5): Maldito el hombre que confía en el hombre. Sujetaos vos a hombre y habréis escapado del primer peligro; y no confiéis en el saber ni fuerza del hombre, mas en Dios, que os hablará y esforzará por medio del hombre, y así habréis evitado el segundo peligro.
Y tened por cierto, que aunque mucho busquéis, no hallaréis otro camino tan cierto ni tan seguro, para hallar la voluntad del Señor, como este de la humilde obediencia, tan aconsejado por todos los Santos, y tan obrado por muchos de ellos, según nos dan testimonio las Vidas de los Santos Padres, entre los cuales se tenía por muy gran señal de llegar uno a la perfección el ser muy sujeto a su Viejo. Y entre las muchas buenas cosas que en las Ordenes de los Religiosos hay, por maravilla hallaréis otra tan buena, como vivir todos debajo de un mayor a quien obedezcan, no sólo en las obras exteriores, mas en el parecer y voluntad interiormente; los cuales, si tienen confianza y devoción en la obediencia, vivirán vida acertada y muy descansada.
CAPITULO 56
En que se comienza a declarar la segunda palabra del verso, y el cómo habernos de mirar las Escrituras; y que conviene tener recogimiento en la vista corporal para ver mejor con los ojos del ánima; los cuales, cuanto más limpios de las criaturas, miran mejor a Dios.
Si bien habéis oído las palabras ya dichas, veréis cuan necesario es el oír para agradar a Dios nuestro Señor. Ahora escuchad la segunda palabra que dice ve. No basta estar atento a las divinas palabras de fuera e inspiraciones de dentro, que es el oír; mas conviene también tener sano el sentido para ver. Porque no menos son reprendidos de Cristo los ciegos que no ven la luz, que los sordos que no oyen la verdad.
Mas no penséis que amonestándoos que veáis, os quiere decir que veáis fiestas o mundo; porque aquel ver, ¿ qué otra cosa es sino cegar, pues impide la vista del ánima? Los ojos del cuerpo basta que miren la tierra en que se han de tornar, y que miren el cielo donde está el deseo de su corazón, según dice David (Ps., 8, 4): Veré tus cielos, obra de tus dedos; la luna y estrellas que Tú fundaste. Y si más criaturas quieren ver, no lo impedimos, con tal que sea la vista para pasar de ellas a Dios, no para perder y olvidar a Dios en ellas; porque de esta vista dice Santo Rey y Profeta David al Señor (Ps., 138, 37): Señor, aparta mis ojos, porque no vean la vanidad: en el camino tuyo avívame. Bien sabía este santo Rey que el demasiado mirar es impedimento para correr con ligereza la carrera de Dios, y suele entibiar el corazón encendido, y por eso dice:Avívame en tu carrera; porque, según está claro a los experimentados, cuanto más recogidos tienen estos ojos exteriores, tanto más ven con los interiores, cuya vista es más alegre y más provechosa. Lo cual es justo que fácilmente crea un cristiano, pues leemos de algunos filósofos haberse sacado los ojos del cuerpo por tener más recogido su entendimiento para contemplar. En el cual hecho debemos burlar de su error en sacarse los ojos, y aprovecharnos de su buen deseo en tener recogimiento en ellos.
Y así con toda guarda debemos guardar nuestros ojos, porque no nos acaezcan los males que de la soltura suelen venir. ¿De dónde pensáis que vino el principio de la perdición al mundo? Por cierto, no de más que de una vista desordenada. Miró Eva al árbol vedado, dióle gana de comer de su fruto porque le parecía hermoso y sabroso; comió e hizo comer a su marido (Gen.,3, 6), y la comida fue muerte para ellos y cuantos de ellos vinieron. No es cordura mirar lo que noes lícito desear; como parece en el santo Rey David (2 Reg., 11, 2), cuyos ojos se deleitaron en mirar la mujer que se lavaba en su huerto; y tuvo después que llorar noches y días, lavando su cama y estrado con lágrimas, en tanta abundancia, que sus ojos estaban carcomidos, como de polilla, de mucho llorar. Y quien dice: Arroyos de agua derramaron mis ojos porque no guardaron los malos tu Ley (Ps., 118, 136), mejor los derramarla por no haberla él guardado. Buen consejo hubiera sido a sus ojos no deleitarse en lo que después tan caro les costó; y también lo será a nosotros pecadores, pues tan livianos somos, que tras los ojos se nos va el corazón. Pongamos, pues, un velo entre nosotros y toda criatura, no hincando los ojos del todo en ella, porque ocupados allí, no perdemos la vista del Criador; quiero decir, nuestras devotas consideraciones que de Dios teníamos.
Y creed cierto, que una de las más ciertas señales de corazón recogido, es la mortificación en el mirar; y del corazón disoluto la disolución del mirar. No hay pulso que tan cierto declare lo que hay en el cuerpo, cuanto el ojo declara lo que hay en el ánima, de bien o de mal. Por lo cual el Esposo alaba a la Esposa de los ojos, diciendo (Cant., 1, 14): Tus ojos son de paloma; dando a entender que son honestos como los de la paloma, que suelen ser negros. Miremos, pues, cómo miramos, si no queremos pagar llorando lo que pecamos mirando.
Y si esto conviene mirar en los ojos de fuera, ¿cuánto más en los interiores, en los cuales verdaderamente está el bien o el mal mirar, y por los cuales es uno juzgado que tiene vista o es ciego? Claro está que los fariseos a quien Jesucristo nuestro Señor hablaba, ojos tenían en la cara, con que veían; mas porque no veían con los del ánima, llamábalos ciegos y guía de ciegos (Mt,15, 14). Y, por el contrario, el Patriarca Isaac y Tobías muy clara vista tenían en los ojos del ánima, y por eso poco les dañaba estar ciegos en los ojos del cuerpo. Porque, como dijo San Antón a un ciego llamado Dídimo, que era muy sabio en las Escrituras divinas: «No es razón que tomes pena por no tener ojos del cuerpo, los cuales también tienen los gatos y los perros y otros animales menores» pues tienes claros los ojos del ánima, con los cuales se ve Dios.»
Pues de esta vista debéis entender lo que se amonesta en la segunda palabra, que dice: ve,si la queréis cumplir. Ojos tenéis, que es vuestro entendimiento; y para ver a Dios nos fue dado; no lo hincháis de polvo de tierra y de honras mundanas, ni lo tapéis con gruesos humores de pensamientos de cuerpo; mas sacudida de estas poquedades que ocupan la vista, tened vuestro entendimiento claro para emplearlo en Aquel que os lo dio y os le pide para haceros bienaventurada en él. No penséis que os desocupó Cristo en balde de las ocupaciones del mundo, e hizo que no entrásedes a moler en la tahona de las cargas del matrimonio, cuyos cuidados suelen turbar los ojos de quien anda en ellos, si muy especial gracia, del Señor no tienen para cumplir bien con dos partes; mas libertóos el Señor para que fuésedes toda suya, y vuestros ojos a Él solo mirasen, como la esposa casta a su solo esposo suele mirar.
CAPITULO 57
Que lo primero que ha de mirar el hombre es o mismo; y de la necesidad que tenemos del «propio conocimiento», y de los males que nos vienen por falta de este conocimiento propio.
Tendréis, pues, esta orden en el mirar: que primero os miréis a vos, y después a Dios, y después a los prójimos. Miraos a vos para que os conozcáis y tengáis en poco; porque no hay peor engaño, que ser uno engañado en sí mismo, teniéndose por otro de lo que es. Lodo sois de parte del cuerpo, pecadora de parte del ánima; si en más que esto os tenéis, ciega estáis, y deciros ha vuestro Esposo (Cant., 1, 7): Si no te conoces, ¡oh hermosa entre las mujeres!, salte y vete tras las pisadas de tus manadas, y apacienta tus cabritos por de las cabañas de los pastores. El cual lugar os declararé, según la letra griega y edición Vulgata, a la cual el Concilio Tridentino nos manda seguir, puesto caso que, según la letra hebrea, tenga otro sentido.
Dicen, pues, en sentencia, San Gregorio y San Bernardo y Orígenes de esta manera: «No hay cosa tan para temblar, como oír a la boca de Dios: Salte y vete. Porque si la más recia palabra de un padre para su hijo, o marido con su mujer, que la tiene en grande abundancia, es apartarla de su amparo y riquezas, diciéndole: Vete de mí y de mi casa, ¿qué será irse el ánima y apartarse de Dios, sino desterrase de todos los bienes y caer en todos los males?» ¿Dónde iremos—dijo San Pedro a Cristo—que palabras de vida eterna tienes? (Jn., 6, 69). ¿Dónde iremos, que fuente de vida tienes y Tú sólo la tienes? ¿Dónde iremos, alegre Luz, sin la cual hay tinieblas? ¿Dónde. Pan vivo, sin el cual hay hambre mortal? ¿Dónde, firmísimo amparo, sin el cual la seguridad es peligro? En fin, ¿dónde irá la oveja, estando en toda parte cercada de lobos, si el pastor la desabriga y alanza de sí? Recia palabra es: Salte y vete, y semejable a aquella que Cristo ha de decir el día postrero a los malos (Mt., 25, 41): Idos, malditos, al fuego que está aparejado. Y otra vez digo, que no hay cosa que más deba temer, ni que tanto deba trabajar por evitar quien está en la abundante y alegre casa de Dios, y debajo de su fortísimo amparo, como oír a sus orejas: Salte y vete. Esta salida no es cosa liviana, mas es causa de todos los males. Porque el hombre desamparado del amparo divino, y dejado a sus propias fuerzas, ¿qué hará, como dice San Agustín, sino lo que hizo San Pedro cuando negó a nuestro Señor? Y aun sin conocer y arrepentirse del mal que habla hecho, hasta que el amparo y mirar divino tornó sobre Pedro, caído en pecado y olvidado en él, dándole conocimiento que había hecho mal en haber caído, y dándole de ello dolor, y que la causa de su caída fue haber confiado de sí.
De manera, que la causa por que el benigno Señor se torna riguroso en echar de casa sus hijos, es porque no se conocen, pensando ser algo, y estribando sobre sus fuerzas. Y a esta ánima dice el Esposo: Si no te conoces, salte y vete tras las pisadas de tus manadas: que quiere decir, que la deje ir perdida, siguiendo las obras y rastro de los pecadores, que andan juntos en sus pecados como manadas de animales, ayudándose en ellos unos a otros; los cuales también serán el día postrero atados como manojos, para ser en el infernal fuego juntamente quemados los que fueron juntos en los pecados. Y dice el Esposo a la tal ánima: Manadas tuyas; porque el pecar, de nosotros es, no de Dios; y el bien es de Dios, y no de nosotros; pues por su virtud lo hacemos. Lo cual Él quiere muy de hecho que conozcamos ser así, no tanto por lo que a Él toca, cuya gloria no crece en si mismo, aunque nosotros le glorifiquemos; mas por lo que toca a nosotros, cuyo bien es, y muy grande, conocer que de todo bien que tenemos, no a nosotros, sino a Él se debe la honra. Y sí de lo que Él puso en nosotros para su alabanza, queremos edificar ídolo, atribuyendo la gloria del incorruptible Dios a nosotros, corruptibles hombres (Rom., 1, 23), no lo dejará Él sin castigo, mas dirá: Quédate con lo que es tuyo y piérdete, pues no quisiste permanecer en Mí para salvarte. ¡Oh, cuan de verdad se cumplen en los soberbios estas palabras; y cuan presto, de espirituales se hacen carnales, de recogidos disolutos, de oro lodo; y los que solían comer con sabor pan celestial, deléitanse después en comer manjares de puercos, siéndoles cosa muy pesada no sólo obrar las cosas de Dios, mas aun oír hablar de Él! ¿ De dónde pensáis que ha venido haber sido algunas personas castas en el tiempo de su mocedad, aunque fueron combatidos de graves tentaciones, y venidos a la vejez haber miserablemente caído en vilezas tan feas, que ellos mismos se espantan de sí y se abominan? La causa fue que en la mocedad vivían con santo temor y humildad; y viéndose tan al canto de caer, invocaban a Dios, y eran defendidos por Él. Mas después que, con larga posesión de la castidad, comenzaron a engreírse y confiar de sí mismos, en aquel punto fueron desamparados de la mano de Dios, e hicieron lo que era suyo propio, que es el caer.
Y entonces se cumple que apacientan sus cabritos, que son sus livianos y deshonestos sentidos, cerca de las tiendas de los pastores, que son los cuerpos de los siervos de Dios, porque en ellos están como en cabaña de campo, que presto se muda, y no como en casa o ciudad de reposo. Y así con mucha razón, en cuerpos y en cosas de cuerpos apacientan sus sentidos, porque perdieron con su soberbia el verdadero sentido, sintiendo de sí otra cosa, que es ser de sí mismos nada y pecadores, robando la gloria de Dios que tan de verdad se le debe de todo lo bueno que en cualquier manera hacemos.
Despertad, pues, doncella, y escarmentad, como dicen, en cabeza ajena, y aprovechaos de la amenaza, porque no probéis el castigo. Sed semejante a la Esposa, a la cual fueron dichas estas palabras; la cual, oída palabra tan pesada y de boca de quien es todos los bienes: Salte y vete,miróse, y conocióse, y quitó de sí algunas osadías que antes tenía. Y hecha humilde con la reprensión, consuélala el Esposo diciendo (Cant., 1, 8): A mi caballería en los carros de Faraón te he asemejado, amiga mía: hermosas son tus mejillas, como de tórtola. Por la soberbia es un ánima semejable al demonio, el cual, como dice el Evangelio (Jn., 8, 44), no estuvo en la verdad,que es Dios; mas quiso estar en sí mismo, poniéndose a sí por arrimo y descanso. Por eso cayó; porque la criatura no puede estar en sí, sino en Dios. Mas por el humilde conocimiento de sí es una ánima semejante a los buenos ángeles, que se arrimaron a Dios y se desasieron de sí; porque se veían ser caña quebrada; y túvolos Dios, y confirmólos, porque dieron voces diciendo:¿Micael? Que quiere decir: ¿Quién como Dios? En lo cual contradecían al malaventurado Lucifer y a los suyos, que se querían hacer idolos, atribuyendo a sí lo que era de Dios, que es el ser principio, arrimo y descanso de toda criatura. No porque éstos entendiesen que lo podían ser, pues que se conocían ser criaturas; mas porque se deleitaban en ello, como si lo tuvieran; como suelen hacer los soberbios, que aunque su boca o entendimiento diga a voces que de Dios tienen y esperan todo su bien, mas con la voluntad ensálzanse y gózanse vanamente en si mismos, como si de sí tuviesen el bien; confesando con el entendimiento que la gloria se debe a Dios, y robándosela con la voluntad. Mas les buenos ángeles claman con entendimiento y voluntad:¿Quién como Dios? Porque de corazón se humillaron y desestimaron, según por el entendimiento lo conocían. Y por eso fueron ensalzados a ser participantes de Dios, sin jamás poderlo perder. Pues a esta caballería, que es el angélico ejército que destruyó a Faraón y a sus carros en el mar Bermejo, asemeja Cristo a su Esposa cuando se conoce y se mide.
Y alaba tos mejillas donde se suele mostrar la vergüenza. ¿Por qué hubo vergüenza la Esposa de la tal reprensión? Por haber pedido cosas mayores que a su poquedad convenían; y, de mejillas deslavadas, tomáronse vergonzosas y honestas, como de tórtola, que es ave honesta. Y por esto decía aquel devoto Bernardo, que había hallado por experiencia no haber cosa tan provechosa para alcanzar, conservar y recobrar la gracia, como vivir siempre en un temor y santo recelo: cuando no la tenemos, porque estamos aparejados a todas caídas: recelo cuando la tenemos, porque hemos de obrar conforme al talento que nos es dado en ella; y mayor recelo cuando la perdemos, porque por nuestro descuido se ha ido nuestro favor. Y por eso dice la Escritura (Prov., 28, 14): Bienaventurado el varón que siempre está temeroso.
CAPITULO 58
Que debemos poner diligencia en el propio conocimiento; y en qué cosas lo podremos hallar; y que conviene tener un lugar apartado donde nos recoger un rato cada día.
De lo ya dicho, y de otras muchas cosas que los Santos han hablado en alabanza del propio conocimiento, veréis cuan necesaria es esta joya para venir al conocimiento de Dios. Y pues queréis edificar casa en vuestra ánima para este tan alto Señor, sabed que no los altos, mas los humildes de corazón son sus casas.
Y por tanto, el primer cuidado que tengáis sea cavar en la tierra de vuestra poquedad,hasta que, quitado de vuestra estimación todo lo movedizo que de vos tenéis, lleguéis a la firme piedra, que es Dios; sobre la cual, y no sobre vuestra arena, fundaréis vuestra casa. Y por esto decía el bienaventurado San Gregorio: «Tú que piensas edificar edificio de virtudes, ten primero cuidado del fundamento de la humildad ; porque quien quiere tener virtudes sin ella, es como quien llevase ceniza en su mano en contrario del viento.» Lo cual dice, porque no sólo no aprovechan las virtudes sin la humildad—aunque sin ella, no son virtudes—, mas son ocasión de muy gran pérdida, así como el gran edificio sobre el pequeño y flaco cimiento es ocasión de caída. Y por tanto, conforme a la alteza de las virtudes ha de ser lo bajo del cimiento de la humildad, para que el ánima esté firme, y no sea derribada con el viento de la soberbia.
Y si me dijéredes: ¿Dónde hallaré esta joya del propio conocimiento?, dígoos que aunque es de mucho valor, en el establo, y entre el estiércol de vuestra poquedad y defectos la habéis de hallar, quitando los ojos de las vidas ajenas. No os entremetáis en saber cosas curiosas; volved vuestra vista a vos misma, y perseverad en examinaros; que aunque al principio no halléis tomo en conoceros, como quien entra de la claridad del sol a una cámara obscura; mas perseverando en sosiego, poco a poco veréis con la gracia de Dios lo que en vuestro corazón hay, aunque sea en los muy secretos rincones. Y para que sepáis el modo que cerca de esto, que tanto os va, habéis de tener, oíd a San Jerónimo, que dice a una mujer casada (a Cleancia): «De tal manera tengas cuidado de tu casa, que también tengas para tu ánima algún reposo. Busca un lugar conveniente, y algún tanto apartado del bullicio de tu familia; al cual te vayas, como quien se va a un puerto, huyendo de la gran tempestad de tus cuidados; y allí, solamente haya lección de cosas divinas, y oración continúa, y pensamientos de cosas del otro mundo, tan firmes, que todas las ocupaciones del otro tiempo del día ligeramente las recompenses con este rato de desocupación. Y no te decimos esto para apartarte del regimiento (gobierno) de tu casa, mas antes para que allí aprendas y pienses cómo te debes haber con ella.» Si este bienaventurado Santo encomienda a una mujer casada que quite a las ocupaciones de casa algún rato, y se recoja en quieto lugar a leer y pensar cosas de Dios, ¿con cuánta más razón la doncella de Cristo, que está libre de los mundanos cuidados, y que debe pensar que no vive para otra cosa tan principalmente, como para usar de la oración y recogimiento interior y exterior, debe buscar en su casa algún lugar escondido y secreto, en el cual tenga sus libros devotos e imágenes devotas, diputado solamente para ver y gustar cuan suave es el Señor? (Ps. 33, 9). El estado de virginidad que habéis tomado, no es para que estéis enlazada en cuidados perecederos del mundo; mas, así como es semejante al estado del cielo, cuanto a la entereza e incorrupción de la carne, así habéis de pensar que no ha de entrar en vuestro corazón, en cuanto a vos fuere posible, cuidado de tierra; mas habéis de ser un templo vivo, en el cual se ofrezcan continuas oraciones, y suenen continuos loores a Aquel que os crió. Y sólo un cuidado ocupe vuestro corazón, y ha de ser agradar al Señor, como dice San Pablo (Colos., 3, 3): Daos por muerta a este mundo, pues ya os habéis desposado con el Rey celestial. Y acordaos que dice el Esposo a la Esposa (Cant., 4, 12): Huerto cerrado, hermana mía, Esposa, huerto cerrado. Porque no sólo habéis de ser limpia y guardada en la carne, mas también muy cerrada y recogida en el ánima. Que, pues la virginidad se toma entre cristianos, no por sí sola, mas porque ayude para con más libertad dar el corazón a Dios; la doncella que se contenta con virginidad de cuerpo, y no vive cuidadosa en el aprovechamiento de las virtudes y oración y gusto de Dios, ¿qué otra cosa hace, sino pararse en el camino, y nunca llegar adonde va? ¿Tener aparejo para coser y labrar, y nunca entender en ello? Cosa vergonzosa es a todo cristiano no tener ejercicio de santa lección y de santos pensamientos en su ánima; mas al religioso, al sacerdote, y a la virgen que a Cristo se ha dado, no sólo es vergonzoso, mas intolerable. Por tanto, si queréis gozar de los frutos de la santa virginidad que a Cristo habéis prometido, sed enemiga de ver y ser vista. Salid de casa todo lo menos que fuere posible, aunque sea a santos lugares y obras buenas; porque a las mozas así conviene. No os entremetáis en temporales congojas. Y cumplido con el trabajo de vuestras manos, el cual, moderamente tomado, aprovecha a cuerpo y ánima, y cumplido con las ocupaciones de necesidad o de caridad, según la ordenación que de vuestra vida tenéis, tomad cuanto tiempo pudiéredes para os encerrar en vuestro oratorio; que aunque al principio se os haga de mal, después probaréis que en la celda se tratan negocios del cielo, y que ningún rato de tanto contentamiento hay, como el que allí en sosiego se gasta.
CAPITULO 59
En que se prosigue el ejercicio para hallar el propio conocimiento; y de cómo nos habernos de aprovechar en la lección y oración.
Buscado, pues, este lugar quieto, recogeos en él a lo menos dos veces al día, una por la mañana, para pensar en la sacra Pasión de Jesucristo nuestro Señor, como después diremos(Cap. 68 y siguientes), y otra en la tarde en anocheciendo para pensar en el ejercicio del propio conocimiento. Y el modo que tendréis sea éste. Tomad primero algún libro de buena doctrina, en que, como en espejo, veáis vuestras faltas, y con él toméis manjar con que vuestra ánima sea esforzada en el camino de Dios. Y este leer no ha de ser con pesadumbre, ni pasando muchas hojas, mas, alzando el corazón a nuestro Señor, suplicarle que os hable en vuestro corazón con su viva voz, mediante aquellas palabras que de fuera leéis, y os dé el verdadero sentido de ellas. Y con aquella atención y reverencia estad atenta, escuchando a Dios en aquellas palabras que de fuera leéis, como si a Él mismo oyérades predicar cuando en este mundo hablaba. De manera, que aunque tengáis los ojos en el libro, no peguéis en él con mucha ansia el corazón para que os haga olvidar de Dios; mas tened a lo que leéis una mediana y descansada atención, que no os cautive ni impida la atención libre y levantada que al Señor habéis de tener. Y leyendo de esta manera no os cansaréis; y daros ha nuestro Señor el vivo sentido de las palabras, que obre en vuestra ánima, unas veces arrepentimiento de vuestros pecados, otras confianza de Él y de su perdón; y os abrirá el entendimiento a conocer otras muchas cosas, aunque leáis pocos renglones. Y algunas veces conviene interrumpir el leer, por pensar alguna cosa que del leer resultó, y después tornar a leer; y así se van ayudando la lección y la oración.
Y con el corazón así devoto y recogido, podéis comenzar a entender en el ejercicio de vuestro propio conocimiento; y de esta manera, vuestras rodillas hincadas, pensaréis a cuan excelente y soberana Majestad vais a hablar. La cual no la penséis lejos de vos, mas que hinche cielos y tierra; y que ninguna parte hay en que no esté, y más dentro de vos qué vos misma. Y considerando vuestra pequeñez, hacedle una entrañable reverencia, humillando vuestro corazón como una pequeña hormiga delante de un Ser infinito, y pedidle licencia para hablarle. Y comenzad primero en decir mal de vos y rezad la confesión general, y acordándoos particularmente y pidiendo perdón de lo que en aquel día hubiéredes pecado.
Después rezad algunas devociones que debéis tener por costumbre; no tantas, que demasiadamente os fatiguen la cabeza y os sequen la devoción; ni tampoco las dejéis del todo, porque sirven para despertar la devoción del ánima, y para ofrecer a Dios servicio con nuestra lengua, en señal que Él nos la dio. Y por eso nos enseña San Pablo (1 Cor., 14, 15): Que hemos de orar y cantar con el espíritu de la voz, y con el ánima. Y estas oraciones no sólo sean para pedir mercedes a nuestro Señor para vos, mas por aquellos por quien tenéis especial obligación, y por toda la Iglesia cristiana, el cuidado de la cual habéis de tener muy fijado en vuestro corazón. Porque si a Cristo amáis, razón es que os toque aquello por cuyo bien derramó su sangre. Y rezad así por los vivos, como por los que en purgatorio están. Y también por toda la infidelidad, que está privada del conocimiento de Dios, suplicándole traiga a su santa fe a todos, pues todos desea que sean salvos. Y estas oraciones han de ser las más de ellas enderezadas a dos partes: una a nuestra Señora, a la cual habéis de tener muy cordial amor, y entera confianza que os será muy verdadera Madre en todas vuestras necesidades; y la otra a la Pasión de Jesucristo nuestro Señor, la cual también os ha de ser muy familiar refugio de vuestros trabajos, y esperanza única de vuestra salud.
CAPITULO 60
De cuánto aprovecha para el propio conocimiento la meditación de la muerte, y del modo del meditar en lo que toca al cuerpo.
Después de esto, dejad de rezar con la boca, y meteos en lo más dentro de vuestro corazón; y haced cuenta que estáis delante la presencia de Dios, y que no hay más de Él y de vos.
Pensad cómo antes que a este mundo viniésedes, érades nada, y cómo aquella sobrepujante bondad de Dios nuestro Señor os sacó de aquel abismo de no ser, y os hizo criatura suya, no cualquiera, sino razonable. Pensad cómo os dio cuerpo y ánima, para que con lo uno y con lo otro trabajasedes de le servir.
Haced cuenta que estáis ya en el paso de vuestra muerte, lo más verdaderamente que lo pudiéredes sentir, diciendo a vos misma: «Llegar tiene algún día esta hora de mi acabamiento; no sé si será esta noche o mañana; y pues ciertamente ha de venir, razón es que piense en ello.» Pensad cómo caeréis en la cama, y cómo habéis de sudar el sudor de la muerte; levantarse ha el pecho, quebrantarse han los ojos, perderse ha el color de la cara, y con grandes dolores se apartará esta junta tan amigable del cuerpo y del ánima. Amortajarán después vuestro cuerpo, y poneros han en unas andas, y llevaros han a enterrar, llorando unos y cantando otros. Echaros han en una sepultura chica, cobijaros han con tierra, y después de haberos pisado, quedaros heis sola, y seréis presto olvidada.
Pensad, pues, todo esto que por vos ha de pasar. ¿Qué tal estará vuestro cuerpo debajo de la tierra? Y cuan presto se parará tal, que cualquiera persona, por mucho que os quiera, no os pueda ver, ni oler, ni estar cerca de vos. Mirad allí con atención en qué paran la carne y su gloria, y veréis cuan necios son aquellos que, habiendo de salir tan pobres de este mundo, andan ansiosos ahora por ser muy ricos; y habiendo de ser tan presto hollados y olvidados, tienen gran sed de ponerse en más altos lugares que los otros. Y cuan engañados viven los que regalan su cuerpo, y se van tras sus deseos; porque otra cosa no hicieron sino ser cocineros de gusanos, guisándoles bien el manjar que han de comer; y ganaron con sus breves deleites tormentos que nunca se acaban. Considerad y mirad con muy grande atención y despacio vuestro cuerpo tendido en la sepultura; y haciendo cuenta que ya estáis en ella, mortificad los deseos de la carne cada vez que os vinieren a la memoria; y mortificad los deseos de agradar y desagradar al mundo, y de tener en algo cuanto en él florece, pues que tan presto y con tanto abatimiento lo habéis de dejar, y él a vos. Y considerando cómo vuestro cuerpo, después de ser manjar de gusanos, se tornará en cieno y en polvo, no lo miréis de ahí adelante sino como a un muladar cubierto de nieve, y que os dé asco acordaros de él. Y teniendo el cuerpo en esta posesión, no seréis engañada cerca de la estima de él, mas tendréis verdadero conocimiento, y sabréis cómo lo habéis de regir, mirando el fin en que ha de parar; como quien se pone al fin de la nao, para desde allí regirla mejor.
CAPITULO 61
De lo que se ha de considerar en la meditación de la muerte acerca de lo que sucederá al alma, para aprovechar en el propio conocimiento.
En esto que habéis oído ha de parar vuestro cuerpo; resta que oigáis lo que ha de acaecer a vuestra ánima, la cual será en aquella hora llena de angustias, acordándose de las ofensas que en esta vida hizo a nuestro Señor, y pareciéndose entonces muy grave lo que antes le parecía muy liviano. Será desamparada de sus sentidos, no podrá servirse de la lengua para pedir socorro a nuestro Señor, y entenebrecérsele ha el entendimiento, que aun pensar en Dios no podrá; y, en fin, poco a poco acercarse ha la hora en que por mandamiento de Dios salga del cuerpo, y se determine de ella o perdición para siempre, o salud para siempre. Oír tiene de la boca de Dios: «Apártate de mí a fuegos eternos», o «Quédate conmigo en estado de salvación, en purgatorio o paraíso». Colgada habéis de estar de sola la mano de Dios, y en sólo Él estará vuestro remedio. Por lo cual habéis mucho de huir de enojar en vuestra vida al que en la hora de vuestra muerte habéis tanto menester. Demonios que os acusen y que pidan justicia a Dios contra vuestra ánima, acusándoos particularmente de cada pecado, no os faltarán; y si la misericordia de Dios entonces os olvida, ¿qué haréis, oveja flaca, cercada de tan rabiosos lobos, muy deseosos de os tragar?
Pensad, pues, en el rato de vuestro recogimiento cómo en acueste estrecho punto habéis de ser presentada delante el juicio de Dios, desnuda y sola de todas las cosas, y acompañada del bien o mal que hubiéredes hecho. Y decid a nuestro Señor, que vos os presentáis ahora de gana, para alcanzar misericordia en aquella hora, que por fuerza habéis de salir de este mundo. Haced cuenta que sois un ladrón, a quien han tomado en el hurto, y le presentan ante el juez, las manos atadas; o una mujer que la halló su marido haciéndole traición; los cuales, de confundidos, no osan alzar los ojos, ni pueden negar su delito; y creed, que muy más claramente os ha visto Dios en todo lo que contra Él habéis pecado, que pueden ningunos ojos de hombres ver cosa que delante de él se hiciese. Y avergonzándoos de haber sido mala en la presencia de tanta bondad, cubríos de la vergüenza que entonces perdisteis; y sentid en vos confusión de vuestros pecados, como quien está delante la presencia del soberano Juez y Señor. Acusaos vos como habéis de ser acusada; y especialmente traed a la memoria los pecados más graves que hubiéredes hecho; aunque si son deshonestos, más seguro es no deteneros en los pensar muy particularmente, sino a bulto, como una cosa hedionda, y que os da grande espanto de la mirar. Juzgaos y sentenciaos por mala, y bajad vuestros ojos a considerar los infernales fuegos, creyendo que los tenéis muy bien merecidos.
Poned en una parte los bienes que Dios os ha hecho desde que os crió, discurriendo por vuestro cuerpo y por vuestra ánima; y cómo érades obligada a reverenciarle y serle agradecida, y amarle con todo vuestro corazón, sirviéndole con toda obediencia y con toda vos, guardando sus mandamientos y de su Iglesia. Mirad cómo os ha mantenido, con otros mil bienes que os ha hecho, y de males que os ha librado; y, sobre todo, cómo, por convidaros con su ejemplo y amor a que fuésedes buena, vino el mismo Señor del mundo, haciéndose hombre; y por remediar vuestra maldad y ceguedad en que estábades, pasó muchos trabajos, y derramó muchas lágrimas, y después su sangre, perdiendo la vida por vos. Todo lo cual se ha de poner el día de vuestra muerte y juicio en una balanza, haciéndoos cargo de ello como de recibo; y os han de pedir cuenta de cómo habéis servido tantas mercedes, y cómo habéis usado de vos misma a servicio de Dios, y con qué cuidado habéis respondido a tanta bondad con que Dios ha deseado yprocurado salvaros. Mirad bien, y veréis cuánta razón tenéis de temer, pues que no sólo no habéis respondido con servicios conforme a estas deudas, mas habéis dado males en pago de bienes, y despreciado al que tanto os preció, huyendo y volviendo las espaldas al que os seguía para vuestro bien.
¿Qué gracias os parece que se deben dar ti quien por su infinita misericordia nos ha librado de los infiernos, habiéndolos nosotros justamente merecido? ¿Qué daremos a quien tantas veces tendió su mano para que los demonios no nos ahogasen y llevasen consigo? Y siendo nosotros crueles ofendedores de su Majestad, Él nos fue piadoso padre y dulce defensor. Pensad que quizás están algunos en los infiernos con menos pecados que vos. Y de tal manera os mirad y servid a Dios, como si hubiérades por vuestros pecados entrado en el infierno, y Él os hubiera sacado de allá; porque todo es una cuenta, haber estorbado que no vayáis allá mereciéndolo vos, o sacaros de allá por su gran misericordia después de entrada.
Y si cotejando los bienes que con vos Dios ha hecho, y los males que vos a Él, no sintiéredes vergüenza ni dolor como vos deseáis, no os turbéis por ello, mas perseverad en acueste juicio, y poned delante de los ojos de Dios vuestro corazón tan llagado y tan adeudado, y suplicadle que os diga Él quién sois vos y en qué posesión os habéis de tener. Porque el efecto de este ejercicio no es solamente entender que sois mala, mas sentirlo y gustarlo con la voluntad, y hallar tomo en vuestra maldad e indignidad, como quien tiene un perro muerto a sus narices. Y por esto, estas dichas consideraciones no han de ser apresuradas, ni de un día solo, mas han de ser largas y con mucho sosiego, para que poco a poco se vaya embebiendo en vuestra voluntad aquel desprecio e indignidad que con el entendimiento juzgasteis que se os debía. El cual pensamiento habéis de presentar delante de Dios, pidiéndole que Él lo asiente en lo más dentro de vuestro corazón. Y de ahí adelante estimaos con mucha sencillez y verdad, como una persona muy mala, merecedora de todo desprecio y tormento, aunque sea de infierno; y estad aparejada a sufrir con paciencia cualquier trabajo o desprecio que se os ofreciere, considerando que, pues habéis ofendido a Dios, es muy justo que todas las criaturas se levantasen contra vos y vengasen la injuria de su Criador. En esta paciencia entenderéis si de verdad os conocéis por pecadora y digna de infierno; y decid en vos misma: «Todo el mal que me pueden hacer, muy poco es, pues yo merezco el infierno.» ¿Quién se quejará de picaduras de moscas, mereciendo eternos tormentos? Y así andad muy maravillada de la infinita bondad del Señor, cómo no alanza de sí a un gusano hediondo, mas lo mantiene y regala, y le hace mercedes en cuerpo y en ánima, todo para gloria de Él, sin que tengamos nosotros de qué gloriarnos.
CAPITULO 62
Que el cotidiano examen de nuestras faltas ayuda mucho para el propio conocimiento; y de otros grandes provechos que este ejercicio del examen trae; y del provecho que nos viene de las reprensiones que otros nos dan, o el Señor interiormente nos envía.
Para acabar este ejercicio de vuestro conocimiento, dos cosas os restan que oigáis. La una, que no se debe contentar el cristiano con entrar en juicio delante de Dios para acusarse de los pecados pasados, mas también de los que cada día comete. Porque por maravilla hallaréis cosa tan provechosa para enmienda de la vida, como tomarse el hombre cuenta de cómo la gasta, y de los defectos que hace. Porque el ánima que no es cuidadosa en examinar sus pensamientos, palabras y obras, es semejable a la, viña del hombre perezoso, de la cual dice el Sabio (Prov., 24, 30): Que pasó por ella, y vio su seto caído, y lleno de espinas.
Haced cuenta que os han encomendado una hija de un Rey, para que tengáis cuidado continuo de mirar por sus costumbres; y que a la noche le pedís cuenta, reprendiendo sus faltas y amonestándole las virtudes. Miraos como a cosa encomendada por Dios, y haceos entender que no habéis de vivir sin ley ni regla, mas debajo de santa sujeción y disciplina de la virtud; y que no habéis dé hacer cosa mala que no la paguéis. Entrad en capitulo con vos a la noche, juzgándoos muy particularmente, como haríades a otra tercera persona. Repréndeos y castigaos de vuestras faltas, y predícaos a vos misma, con mucho mayor cuidado que a otra persona alguna, por mucho que la améis. Y adonde sintiéredes que hay más faltas, ahí poned mayor remedio. Porque creed que, durando este examen y reprensión de vos misma, no podrán durar mucho vuestras faltas sin ser remediadas.
Y aprenderéis una ciencia muy saludable, que os hará llorar y no hinchar; la cual os guardará de la peligrosa enfermedad de la soberbia, que entra poco a poco, y aun sin sentirlo, pareciéndose un hombre bien a sí mismo y contentándose de sí. Velad bien contra acuestaentrada, y guardaos con todo cuidado no os parezcáis bien a vos misma; mas con la lumbre de la verdad sábeos reprender y desplacer (desagradar); y seros ha vecina la misericordia de Dios; al cual aquéllos solos parecen bien, que a sí mismos parecen mal; y a aquéllos perdona sus faltas con largueza de bondad, que las conocen y se humillan por ellas con el juicio de la verdad, y las gimen con su voluntad.
Y escaparéis de otros dos vicios que suelen acompañar a la soberbia, que son desagradecimiento y pereza. Porque conociendo y reprendiendo vuestros defectos, veréis vuestra flaqueza e indignidad, y la misericordia grande de Dios en sufriros, y perdonaros y haceros bienes, mereciendo vos males; y así seréis agradecida. Y mirando el poco bien quehacéis, y males en que caéis, despertaréis del sueño de la pereza, y comenzaréis cada día denuevo a servir a nuestro Señor, viendo cuan poco habéis hecho en lo pasado.
Y por esto, y otros muchos bienes que de conocerse el hombre y reprenderse suelen nacer, siendo preguntado un santo viejo de los pasados, ¿dónde estaría uno más seguro, en soledad o en compañía?, respondió: «Si se sabe reprender, dondequiera estará seguro; y si no, dondequiera estará a peligro.»
Y porque, por el mucho amor que nos tenemos, no sabemos conocernos y reprendernos con aquel verdadero juicio que requiere la verdad, debemos agradecerlo a la persona que nos reprende; y también suplicar al Señor que nos reprenda Él con amor, enviándonos su luz y verdad (Ps., 42, 3), para que sintamos de nosotros lo que, según verdad, debemos sentir. Y esto es lo que Jeremías (10, 24) pedía diciendo : Corrígeme, Señor, en juicio, y no en furor; porque por ventura no me tornes a nada. Corregir en furor pertenece al día postrero, cuando enviará Dios al infierno a los malos por sus pecados; y corregir en juicio es reprender en este mundo a los suyos con amor de padre. La cual reprensión es un testimonio tan grande de amar Dios al que reprende, que ninguno otro hay tan seguro, ni que tan buenas nuevas traiga de ser víspera de recibir grandes mercedes de Dios. Así cuenta San Marcos (16, 14), que apareciendo nuestro Señor Jesucristo a sus discípulos les reprendió de incredulidad y dureza de corazón; después delo cual les dio poder para hacer obras maravillosas. Y el Profeta Isaías (4, 4) dice: Que el Señor lava las suciedades de las hijas de Sión, y la sangre de en medio de Jerusalén en espíritu de juicio, y espíritu de ardor; dando a entender, que el lavar nuestro Señor nuestras manchas, viniendo a nosotros, es dándonos primero a conocer quién somos, y esto es juicio; y después envía espíritu de ardor, que es amor, que nos causa dolor; y así nos lava, dándonos su perdón y su gracia. De lo cual no osaremos atribuir a nosotros gloria alguna; pues primero nos dio a entender nuestra indignidad y desmerecimiento.
Y esta reprensión no entendáis ser alguna cosa que desmaye, y demasiadamenteentristezca al ánima, trayéndola desabrida; porque esta tal, o es del demonio, o del espíritu propio, y débese huir. Mas es un sosegado conocimiento de las propias faltas, y un juicio del cielo que se oye en el ánima, que así hace temblar la tierra de nuestra flaqueza con vergüenza, y temor, y amor, que le pone espuelas para mejorarse, y para con mayor diligencia servir al Señor ;y le da muy gran confianza que el Señor lo ama como a hijo, pues usa con él oficio de padre, según está escrito (Apoc, 3, 19): Yo a los que amo, corrijo.
Sed, pues, cuidadosa en miraros y reprenderos; presentándoos delante de la presencia de Dios, delante del cual es más seguro el humilde conocimiento de nuestras faltas, que la soberbia alteza de otros conocimientos. Y no seáis como algunos amadores de su propia estima, que por no parecer mal a sí mismos, se huelgan de gastar mucho tiempo en pensar otras cosas devotas, y pasar ligeramente por el conocimiento de sus defectos, porque no hallan en ellos sabor, pues no aman su propio desprecio; como, en la verdad, ninguna cosa haya tan segura, ni que así haga que aparte Dios sus ojos de nuestros pecados, como mirarnos nosotros y reprendernos con dolor y penitencia, según está escrito (1 Cor., 11, 31): Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seriamos juzgados de Dios.
CAPITULO 63
De la estimación que habernos de tener de nuestras buenas obras, para no faltar en el propio conocimiento y verdadera humildad; y del maravilloso ejemplo que Cristo nuestro Señor nos da para lo dicho.
Lo segundo que habéis de mirar cerca de este conocimiento es, que aunque es bueno y provechoso; pues por él nos viene el corazón contrito y humillado, que Dios no desprecia (Ps.,50, 19), mas tiene esta falta, que se funda sobre haber pecado; y no es mucho de maravillar, que un pecador se conozca y estime por pecador, mas sería muy espantable monstruo, que siéndolo, se estimase por justo; como si un hombre lleno de lepra se estimase por sano. Por tanto, no nos hemos de contentar con estimarnos en poco en nuestros pecados, mas aún mucho más hemos de mirar esto en nuestras buenas obras, conociendo profundamente que ni la culpa de pecados es de Dios, ni la gloria de nuestros bienes es de nosotros; mas que de todo lo bueno que en nosotros hubiere, se ha de dar perfectamente la gloria al Padre de todas las lumbres del cual procede todo lo bueno y dadiva perfecta (Jac., 1, 17). De arte, que aunque nosotros tengamos el bien, lo miremos como cosa ajena, y lo tratemos tan fielmente, que no nos alcemos con la gloria de Dios, ni se nos pegue, como dicen, la miel en las manos.
Esta humildad no es de pecadores como la primera, mas de justos; y no sólo la hay en este mundo, mas en el cielo. Porque de ella se escribe (Ps., 112, 6): ¿Quién como el Señor Dios nuestro, que mora en las alturas, y mira las cosas humildes en el cielo y en la tierra? Esta tuvo en pie a los ángeles buenos, y los hizo dispuestos para gozar de Dios, pues le fueron sujetos; y la falta de ella derribó a los ángeles malos, porque se quisieron alzar con la honra de Dios. Esta tuvo la sagrada Virgen María nuestra Señora, que siendo predicada por bienaventurada y bendita por la boca de Santa Isabel, no se hinchó ni atribuyó a sí gloria alguna de los bienes que en Ella había, mas con humilde y fidelísimo corazón enseña a Santa Isabel y al mundo universo, que de las grandezas que Ella tenía, no a si, mas a Dios se debía la gloria, y con profunda reverencia comienza a cantar (Lc., 1, 46): Mi ánima engrandece al Señor.
Y esta misma y más perfecta humildad tuvo la benditísima ánima de Jesucristo nuestro Señor, la cual, así como en el ser personal no estuvo arrimada a sí misma (No estuvo arrimada a sí misma: no tuvo personalidad humana, no subsistió en sí y por sí, sino en la Persona del Verbo), sino a la Persona del Verbo, en lo cual excede a todas las ánimas y a los celestiales espíritus, así los excede en esta santa humildad, estando más lejos de darse la gloria a sí misma, y de tenerse por su arrimo, que todos ellos juntos. Y de este Corazón salia lo que muchas veces al mundo fidelísimamente predicaba, que sus obras y palabras, de su Padre las había recibido, y a Él daba la gloria, y decía (Jn., 7, 16): Mi doctrina no es mía, mas de Aquel que me envió. Y en otra parte dice: Las palabras que Yo hablo, no las hablo de Mí mismo, mas el Padre que está en Mí, Él hace las obras. Y así convenía que el remediador de los hombres fuese muy humilde, pues que la raíz de todos los malos y males es la soberbia. Y queriendo dar a entender el Señor cuánto nos convenga tener esta santa y verdadera humildad, se hace particularmente Maestro de ella, y se nos pone por ejemplo de ella, diciendo (Mt., 11, 29): Aprended de mí, que soy manso y humilde de Corazón. Para que viendo los hombres a un Maestro tan sabio encomendar tan particularmente esta virtud, trabajen por la tener; y viendo que un Señor tan alto no atribuye el bien a si mismo, ninguno haya tan desvariado que tal maldad ose hacer.
Aprended, pues, sierva de Cristo, de vuestro Maestro y Señor, acuesta santa bajeza, para que seáis ensalzada, según su palabra (Le, 14, 17): Quien se humillare será ensalzado. Y tened en vuestra ánima esta santa pobreza, porque de ella se entiende (Mt., 5, 3): Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Y tener por cierto, que pues Jesucristo nuestro Señor fue ensalzado por camino de humildad, el que no la tuviere fuera va de camino; y débese de desengañar en lo que dice San Agustín: «Si me preguntares cuál es el camino del cielo, responderte he que la humildad: y si tercera vez, responderte he lo mismo; y si mil veces me lo preguntares, mil veces te responderé que no hay otro camino sino la humildad.»
CAPITULO 64
De un provechoso ejercicio del conocimiento del ser natural que tenemos, para con él alcanzar la humildad.
Porque creo que deseáis alcanzar esta santa bajeza con que agradéis al Señor, os quiero decir algo del modo como la habéis de alcanzar.
Y sea lo primero pedirla con perseverancia al Dador de todos los bienes, porque esta humildad es un muy particular don suyo que a sus escogidos da. Y aún el conocer que es don de Dios no es poca merced. Los tentados de soberbia conocen bien que no hay cosa más lejos de nuestras fuerzas que esta verdadera y profunda humildad, y que muchas veces acaece, con los remedios que ellos ponen para alcanzarla, huir ella más; y aun del mismo humillarse suele nacer su contrario, que es la soberbia. Por lo cual haced en esto lo que os dije de la castidad: que de tal manera toméis los ejercicios para alcanzar esta joya, que ni los dejéis de hacer diciendo: ¿Qué me aprovecha, pues es dádiva de Dios?, ni tampoco los hagáis poniendo confianza en vuestro brazo de carne, mas en Aquel que suele dar sus dádivas a los que da su gracia para se las pedir con oración y ejercicios devotos.
El modo, pues, que tendréis será éste: Considerad dos cosas por orden: una el ser, otra el buen ser.
Cuanto a lo primero, habéis de pensar quién érades antes que Dios os criase, y hallaréis ser un abismo de nada, y privación de todos los bienes. Estaos un buen rato sintiendo este no ser,hasta que veáis y palpéis vuestra nada y no ser. Y después considerad cómo aquella poderosa y dulce mano de Dios os sacó de aquel abismo profundo, y os puso en el número de sus criaturas, dándoos verdadero y real ser. Y miraos a vos, no como hechura vuestra, sino como a una dádiva, de la cual Dios hizo merced a vos. Y por tan ajeno de vuestras fuerzas mirad vuestro ser, como miráis al ajeno, creyendo que tampoco os pudisteis vos criar a vos, como criar a otro. Tampoco podíades salir de aquellas tinieblas del no ser, como los que quedaron en ellas. Y tenéis por igual de vuestra parte a las cosas que no son, atribuyendo a Dios la ventaja que les lleváis.
Y mirad que, después de criada, no penséis que ya os tenéis en vos misma; porque no menor necesidad tenéis de Dios a cada momento de vuestra vida para no perder el ser que tenéis, que la tuvisteis para, siendo nada, alcanzar el ser que tenéis. Entrad dentro de vos misma, y consideraos cómo sois una cosa que tiene ser y vive. Preguntaos, ¿esta criatura está arrimada a sí, o a otro? ¿Susténtase en sí, o ha menester mano ajena? Y responderos ha el Apóstol San Pablo(Act., 17, 27), que no está lejos Dios de nosotros, mas que en Él vivimos, y nos movemos, y tenemos ser. Y considerad a Dios, que es el ser de todo lo que es, y sin Él hay nada; y que es vidade todo lo que vive, y sin Él hay muerte; y fuerza de todo lo que algo puede, y sin Él hay flaqueza; y que es bien entero de todo lo bueno, sin el cual no se puede haber el más pequeño bien de los bienes. Y por esto dice la Escritura (Isa., 40, 17): Todas las gentes son delante de Dios como si no fuesen, y en nada y en vanidad son reputadas delante de Él. Y en otra parte está escrito (Gala.t, 6, 3): El que piensa que es algo, como sea nada, él se engaña. Y el Santo Rey y Profeta David decía hablando con Dios (Ps., 38, 6): Yo soy delante de Ti como nada. En las cuales partes no habéis de entender que las criaturas no tengan ser o vida, u operaciones propias y distintas de las de su Criador; mas porque lo que tienen no lo hubieron de sí, ni lo pueden conservar de sí, sino de Dios y en Dios, dícense no ser, que quiere decir que tienen el ser y la virtud para obrar de mano de Dios, y no de la suya.
Sabed, pues, ahondar bien en el ser y fuerzas que tenéis, y no paréis hasta llegar al fundamento primero, que como firmísimo e indeficiente, y no fundado sobre otro, mas fundamento de todos, os sustenta que no caigáis en el pozo profundo de la nada, de la cual primero os sacó. Conoced este arrimo que os tiene, y esta mano que, puesta encima de vos os hace estar en pie y confesad con Santo Rey y Profeta David (Ps., 138, 5): Tú, Señor, me hiciste, y pusiste tu mano sobre mi. Y pensad que estáis tan colgada de esta virtud de Dios, que si ella faltase, en aquel momento vos faltaríades, como faltaría la lumbre que había en una cámara sacando de ella la hacha que la alumbraba, o como se quita la lumbre de sobre la tierra por ausencia del sol. Adorad, pues, a este Señor con reverencia profunda como a principio de vuestro ser, y amadle como a continuo bienhechor vuestro y conservador de él, y decidle con corazón y con lengua: Gloria sea a Ti para siempre, poderosa virtud, en la cual me sustento. No tengo, Señor, qué buscar fuera de mí, pues estáis Vos más íntimo a mí, que yo a mí mismo, y que he de pasar por mí para entrar a Vos. Juntad con Él vuestro corazón, unidle con Él amorosamente, y decidle (Ps., 131, 141: Esta es mi holganza en el siglo del siglo; aquí moraré, porque la escogí. Y de ahí en adelante sabed hacer presencia a Dios dentro de vos con toda reverencia, pues Él está presentísimo a vos.
Y como habéis entendido, por lo que en vos pasa, cómo Dios es el que os ha dado el ser y el obrar, así en todas las criaturas entended lo mismo. Y considerando en todas a Dios, seros ha todo un espejo luciente, que os represente al Criador; y así podrá andar vuestra ánima unida con Dios, y en sus alabanzas devota, si vos en las criaturas otra cosa sino a Dios no buscáis.
CAPITULO 65
Cómo ejercitarnos en el conocimiento del ser sobrenatural de gracia aprovecha para alcanzar la humildad.
Si con cuidado habéis entendido en el conocimiento de vos para atribuir a Dios la gloria delser que tenéis, con mucho mayor debéis de entender en conocer que el buen ser que tenéis no es de vos, mas graciosa dádiva de la mano del Señor. Porque si atribuís a Él la gloria de vuestro ser, confesando que no vos, mas sus manos os hicieron, y apropiáis para vos la honra de vuestras buenas obras, creyendo que vos os hicisteis buena, mayor honra os tomáis para vos que dais a Dios, cuanto es más excelente el buen ser que el ser. Por tanto, conviene que con grandísima vigilancia entendáis en conocer a Dios, y tenerle por causa de vuestro bien. Vivid de arte, que no se os quede asida en vuestras manos punta ni repunta de loca soberbia; mas así como conocéis que ningún ser, por pequeño que sea, podéis tener de vos si Dios no os lo da, así también conoced que no podéis tener de vos el menor de los bienes, si Dios no abre su mano para os lo dar.
Pensad, pues, que así como lo que es nada no tiene ser natural entre las criaturas, así el pecador, por mucho estado y bienes que tenga, faltándole la gracia y espiritual ser, es contado por nada delante los ojos de Dios. Lo cual dice San Pablo (1 Cor., 13, 2) de esta manera: Si tuviere profecía, y conociere todos los misterios, y toda la ciencia, y tuviere toda la fe, tanto, que pase los montes de una parte a otra, y no tuviere caridad, nada soy. Lo cual es tanta verdad, que aun el pecador es menos que nada, porque peor es mal ser, que el no ser. Y ningún lugar hay tan bajo, ni tan apartado, ni tan despreciado en los ojos de Dios entre todo lo que es y no es, como el hombre que vive en ofensa de Dios, estando desheredado del cielo y sentenciado al infierno.
Y para que tengáis alguna cosa que os despierte algo en el conocimiento de acueste miserable estado de pecador, oíd esto: Cuando alguna cosa muy contraria a razón y muy desordenada viéredes, pensad, que muy más fea y abominable cosa es estar en desgracia y enemistad de nuestro Señor. ¿Oís decir de algún grave hurto, traición o maldad que alguna mujer a su marido hace, o desacato que algún hijo hace a su padre, o algunas cosas de acuesta manera, que a cualquiera, por ignorante que sea, parecen muy feas, por ser contra toda razón? Pensad vos que ofender a Dios en un solo pecado es mayor fealdad, por ser contra su mandamiento y reverencia, que todas las obras malas que pueden acaecer, por ser contra sola razón. Y pues veis cuan desestimados son todos los que tales fealdades cometen, teneos vos por una cosa muy despreciada, y sumíos en el profundo abismo del desprecio que se debe al ofendedor de Dios.
Y así como para conocer vuestra nada os acordasteis del tiempo que no teníades ser, así para conocer vuestra bajeza y vileza acordaos del tiempo que vivíades en ofensa de Dios. Mirad, cuan entrañable y profundamente y despacio pudiéredes, en cuan miserable estado estuvisteis cuando delante de los ojos de Dios estábades fea y desagradable, y contada por nada y menos que nada. Porque ni los animales, por feos que sean, ni otras criaturas, por más bajas que sean, no han hecho pecado contra nuestro Señor, ni están obligadas a fuegos eternos como vos estábades. Y despreciaos y abajaos en el más profundo lugar que pudiéredes muy despacio; que seguramente podéis creer que, por muy mucho que os despreciéis, no podéis bajar al abismo del desprecio que merece el ofendedor del infinito Bien, que es Dios. Porque hasta que veáis en el cielo cuan bueno es Dios, no podéis del todo conocer cuan malo sea el pecado, y cuánto mal merece quien lo comete. Y después de haber bien sentido en el ánima y embebido en ella acuesta desestima de vos misma, alzad vuestros ojos a Dios, considerando la infinita bondad que de pozo tan hondo os sacó, siendo para vos cosa imposible; y mirad aquella suma Bondad, que con tanta misericordia os sacó, sin haber en vos merecimientos para ello, antes muy grandes desmerecimientos. Porque antes que Dios dé la gracia, aunque no todo lo que el hombre hace sea pecado, mas ninguna cosa hace ni puede hacer con que merezca el perdón ni la gracia de Dios. Sabed, que quien os sacó de vuestras tinieblas a su admirable lumbre (Colos., 1, 13), y os hizo de enemiga, amiga, y de esclava, hija, y de no valer nada os hizo tener ser agradable en sus ojos, Dios fue. Y la causa porque lo hizo no fueron vuestros merecimientos pasados, ni el respeto de los servicios que le habíades de hacer, mas fue por su sola bondad, y por merecimiento de nuestro único medianero, Jesucristo nuestro Señor. Contad por vuestro el mal estado en que estábades, y contad el infierno por lugar debido a vuestros pecados que hicisteis o hiciérades, si por Dios no fuera. Que lo que de más de esto tenéis, a Dios y a su gracia os conoced por deudora. Oíd lo que dice el Señor a sus amados discípulos, y a nosotros en ellos (Jn., 15, 16): No vosotros escogisteis a Mí, mas Yo a vosotros. Mirad lo que dice el Apóstol San Pablo (Rom., 3, 24): Justificados sois de balde por la gracia de Dios, por la redención que está en Jesucristo. Y asentad en vuestro corazón, que así como tenéis de Dios el ser, sin que atribuyáis a vos gloria de ello, así tenéis de Dios el buen ser; y lo uno y lo otro para gloria suya. Y traed en la lengua y en el corazón lo que dice San Pablo (1 Cor., 15, 10): Por la gracia de Dios soy lo que soy.
CAPITULO 66
En que se prosigue más en particular el sobredicho ejercicio, de que se ha tratado en el capítulo pasado.
Allende de lo dicho, considerad que, así como cuando érades nada no teniades fuerza para moveros, ni para ver, ni oír, ni gustar, ni entender, ni querer: más dándoos Dios el ser, os dio acuestas potencias y fuerzas; así no sólo el hombre que está en pecado mortal está privado del ser agradable delante los ojos de Dios, mas está sin fuerzas para obrar obras de vida que agraden a Dios. Y por esto, si algún cojo viéredes o manco, pensad que así está el hombre sin gracia en su ánima; si algún ciego, sordo o mudo, tomadlo por espejo en que os miréis; y en todos los enfermos, leprosos, paralíticos, y que tienen los cuerpos corvados y los ojos puestos en tierra, con toda la otra muchedumbre de enfermedades que presentaban delante el acatamiento de Jesucristo, nuestro verdadero Médico, entended que tan perdidos están los malos, cuanto a los espirituales sentidos, cuanto estaban aquéllos en los corporales. Y mirad, como una piedra con el peso que tiene es inclinada a ir hacia abajo; así, por la corrupción del pecado original que traemos, tenemos una vivísima inclinación a las cosas de nuestra carne, y de nuestra honra, y de nuestro provecho, haciendo ídolo de nosotros, y obrando nuestras obras, no por amor verdadero de Dios, sino por el nuestro. Estamos vivísimos a las cosas terrenales y que nos tocan, y muertos para el gusto de las cosas de Dios. Manda en nosotros lo que había de obedecer, y obedece lo que había de mandar. Y estamos tan miserables, que, debajo de cuerpo humano y derecho, traemos escondidos apetitos de bestias y corazones encorvados hacia la tierra. Qué os diré, sino que en cuantas cosas faltas (defectuosas), y feas, y secas, y desordenadas viéredes, en tantas miréis y conozcáis la corrupción y desorden que el hombre, que está sin espíritu de Dios, tiene en sus sentidos y obras; y ninguna de estas cosas veáis, que luego no entréis en vos misma a considerar que aquello sois vos de vuestra parte, si Dios no os hubiera dado salud.
Y si verdaderamente estáis sana, habéis de conocer que quien os abrió los sentidos para las cosas de Dios, quien sujetó vuestros afectos debajo de vuestra razón, quien os hizo amargo lo que os era dulce, y os puso gana en lo que antes tan desabrida estábades, obrando en vos obras nuevas, Dios fue; y según dice San Pablo (Phil., 2, 13): Dios es el que obra en nosotros el querer, y el acabar, por su buena voluntad.
Mas no entendáis por esto que el libre albedrío del hombre no obre cosa alguna en las obras buenas, porque esto sería grande ignorancia y error; mas dícese que Dios obra el querer y el acabar, porque Él es el principal obrador en el ánima del justificado, y el que mueve y suavemente hace que el libre albedrío obre y sea su ayudador, como dice San Pablo (1 Cor., 3, 9):Ayudadores somos de Dios. Lo cual hace incitándolo Dios, y ayudándolo a que dé libremente su consentimiento en las buenas obras; y por eso obra el hombre, pues que de su voluntad propia y libre quiere lo que quiere, y obra lo que obra, y en su mano está no lo hacer. Mas Dios obra más principalmente, produciendo la buena obra, y ayudando al libre albedrío para que también la produzca; y la gloria de lo uno y de lo otro a sólo Dios se debe.
Por tanto, si queréis acertar en acuesto, no queráis escudriñar qué bienes tenéis de naturaleza y libre albedrío, y qué bienes de gracia, porque esto para los sabios es; mas a ojos cerrados seguíos por la sagrada fe, que nos amonesta que de los unos y de los otros hemos de dar la gloria de Dios; y que nosotros de nosotros mismos no somos suficientes ni aun para pensar un buen pensamiento (2 Cor., 3, 5). Mirad lo que dice San Pablo reprendiendo al que se atribuye a sí mismo algún bien (1 Cor., 4, 7): ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y pues lo has recibido, ¿de qué te glorías como si no lo hubieses, recibido? Como si dijese: Si tienes la gracia de Dios con que le agradas, y haces obras muy excelentes, no te gloríes en ti, mas en quien te la dio, que es Dios. Y si te glorías de usar bien de tu libre albedrío, o en consentir con él a los buenos movimientos de Dios y su gracia, tampoco te glorías en ti, mas en Dios que hizo que tú consintieses, incitándote y moviéndote suavemente, y dándote el mismo libre albedrío con que tú libremente consientas, y si te quisieres gloriar de que pudiendo resistir al buen movimiento e inspiración de Dios, no lo resistes, tampoco te debes gloriar, pues eso no es hacer, mas dejar de hacer; y aun esto también lo debes a Dios, que ayudándote a consentir en el bien, te ayudó para no resistirlo, y cualquier buen uso de tu libre albedrío en lo que toca a tu salvación, dádiva es de Dios, que desciende de aquella misericordiosa predestinación con que determinó ab aeterno de te salvar. Sea, pues, toda tu gloria en sólo Dios, de quien tienes todo el bien que tienes; y piensa que sin Él no tienes de tu cosecha sino nada, y vanidad y maldad.
Y conforme a esto dice una glosa sobre aquello de San Pablo (Galat., 6, 3): El que piensa ser algo, como no sea nada, a sí mismo se engaña; que el hombre de sí mismo no es sino vanidad y pecado; y si otra cosa más es, por el Señor Dios lo es. Y conforme a esto dice San Agustín: «Abrísteme los ojos, Luz, y despertásteme, y alumbrásteme; y vi que es tentación la vida del hombre en esta tierra, y que ningún buen hombre se puede gloriar delante de ti, ni es justificado todo hombre que vive; porque si algún bien hay, chico o grande, don tuyo es, y lo que es nuestro, no es sino mal. ¿Pues de dónde se gloriará todo hombre? ¿Por dicha del mal? Esta no es gloria, sino miseria. ¿Pues gloriarse ha del bien? No, porque es ajeno. Tuyo es, ¡oh Señor!, el bien, tuya es la gloria.» Y concordando con esto dice el mismo San Agustín: «Yo, Señor Dios nuestro, confieso a Ti mi pobreza, y a Ti sea toda la gloria, porque tuyo es todo el bien que yo haya hecho. Yo confieso, según me has enseñado, que otra cosa no soy sino vanidad y sombra de muerte, y un tenebroso abismo, tierra vana y vacía, que sin tu bendición no hace fruto, sino confusión y pecado y muerte. Si algún bien en cualquiera manera tuve, de Ti lo recibí; cualquiera bien que tengo, tuyo es, de Ti lo tengo. Si algún tiempo estuve en pie, por Ti lo estuve; mas cuando caí, por mi caí. Y siempre me hubiera estado caído en el lodo, si no me hubieras levantado Tú; y siempre fuera ciego, si Tú no me hubieras alumbrado. Cuando caí nunca, me hubiera levantado, si Tú no me hubieras dado tu mano; y después que me levantaste, siempre hubiera caído, si no me hubieras tenido. Muchas veces me hubiera perdido, si Tú no me hubieras guardado. Y así, Señor, siempre tu gracia y tu misericordia anduvo delante de mí, librándome de todos males, salvándome de los pecados, despertándome de los presentes, guardándome de los por venir, y cortando delante de mi los lazos de los pecados, quitando las ocasiones y causas. Porque si Tú, Señor, esto no hubieras hecho, todos los pecados del mundo hubiera yo hecho; porque sé que ningún pecado hay que en cualquiera manera lo haya hecho un hombre, que no lo pueda hacer otro hombre, si se aparta el Guiador, por el cual es hecho el hombre. Mas Tú hiciste que yo no lo hiciese, y Tú mandaste que me abstuviese; y Tú me infundiste gracia para que te creyese; porque Tú, Señor, me regías para Ti, y me guardabas para Ti, y me diste gracia y lumbre para no cometer adulterio y todo otro pecado.»
CAPITULO 67
En que se prosigue el sobredicho ejercicio; y de la grande luz que el Señor, mediante él, suele obrar en las almas, con la cual conocen la grandeza de Dios y la nada de su pequeñez.
Considerad, pues, doncella, con atención estas palabras de San Agustín, y veréis cuan ajena debéis de estar de atribuir a vos gloria alguna, no sólo de levantaros de vuestros pecados, mas de teneros que no tornásedes a caer. Porque así como os dije que, si la mano de Dios de vos se apartase, en aquel punto tornaríades al abismo de vuestra nada en que antes estábades, así apartando Dios su guarda de vos, tornaríades a los pecados, y a otros peores que donde Él os sacó. Sed por eso humilde y agradecida a este Señor, de quien tanta necesidad en todo tiempo tenéis, y conoced que estáis colgada de Él, y que todo vuestro bien depende de su mano bendita, según dice el Santo Rey y Profeta David (Ps. 30, 15): En tus manos, Señor, están mis suertes. Y llama suertes a la gracia de Dios y a la eterna predestinación, las cuales por la bondad de Dios vienen y se conceden a quien se conceden. Y así como si Él os quitase el ser que os dio, os tornaréis nada, así quitándoos la gracia quedaréis pecadora.
Lo cual no se os dice para que caigáis en desmayo ni desesperación, por ver cuan colgada estáis de las manos de Dios; mas para que tanto con más seguridad gocéis de los bienes que Dios os ha dado, y tengáis confianza en su misericordia que acabará con vos lo que ha comenzado, cuanto con mayor humildad y profunda reverencia y santo temor estuviéredes postrada a sus pies, temblando y sin ningún arrimo de vuestra parte, y confiando de la suya. Porque ésta es una buena señal que no os desamparará su infinita bondad, según lo cantó aquella bendita y sobre todas humilde María, diciendo (Lc., 1, 50): La misericordia de Él, de generación en generación sobre los que le temen.
Y si el Señor es servido de os dar este conocimiento que deseáis, sentiréis que viene en vos una celestial lumbre y sentimiento en el ánima, con que quitadas unas gruesas tinieblas, conoce y siente ningún bien ni ser ni fuerza haber en todo lo criado, más de aquello que la bendita y graciosa voluntad de Dios ha querido dar y quiere conservar. Y conoce entonces cuan verdadero cantar es aquél: Llenos son los cíelos y la tierra de tu gloria (Is., 6). Porque en todo lo criado no ve cosa que buena sea, cuya gloria no sea de Dios. Y entiende con cuánta verdad dijo Dios a Moisés que dijese a los hombres (Ex., 3, 14): El que es, me envió a vosotros. Y lo que dijo el Señor en el Evangelio (Me, 10, 19): Ninguno es bueno, sino sólo Dios. Porque como todo el ser que tengan las cosas y todo el bien, ahora sea de libre albedrío, ahora de la gracia, sea dado y conservado de la mano de Dios, conoce que más se puede decir que Dios es en ellas y obra el bien en ellas, que ellas de sí mismas; no porque ellas no obren, mas porque obran como causas segundas, movidas por Dios, principal y universal Hacedor, del cual ellas tienen la virtud para obrar. Y así, mirando a ellas, no les halla tomo ni arrimo en sí propias, sino en aquel infinito Ser que las sustenta ; en cuya comparación parecen todas ellas, por grandes que sean, como una pequeña aguja en un infinito mar.
Y de este conocimiento de Dios resulta en el ánima que de él se aprovecha, una profunda y leal reverencia a la sobreexcelente Majestad divinal, que le pone tanto aborrecimiento de atribuir a sí misma ni a otra criatura algún bien, que ni aun pensar en ello no quiere: considerando que así como el casto José (Gen., 39, 8) no quiso hacer traición a su señor, aunque fue requerido de la mujer de él, así no debe el hombre alzarse con la honra de Dios, la cual Él quiere para sí, como el marido a su propia mujer, según está escrito (Isa., 42, 8): Mi gloria no la daré a otro. Y está entonces el hombre tan fundado en esta verdad, que aunque todo el mundo le ensalzase, él no se ensalzaría; mas como verdadero justo, desnúdase de la honra que ve no ser suya, y dala al Señor cuya es. Y en esta luz ve que mientras más alto está, más ha recibido de Dios y más le debe, y más pequeño y abajado es en sí mismo. Porque quien de verdad crece en otras virtudes, también lo ha de hacer en la humildad, diciendo a Dios (Jn., 3, 30): A Ti conviene crecer en mí, y a mí ser abajado cada día más en mí.
Y si con estas consideraciones ya dichas no halláredes en vos el fruto del propio desprecio que deseáis, no desmayéis, mas llamad con perseverante oración al Señor; que Él sabe y suele enseñar interiormente y con semejanzas exteriores lo poco en que la criatura se ha de estimar. Y en tanto que viene esta misericordia, vivid en paciencia; y conoceos por soberbia; lo cual es alguna parte de humildad, como el tenerse por humilde es señal de soberbia.
CAPITULO 68
En que se comienza a tratar de la consideración de Cristo nuestro Señor, y de los misterios de su vida y muerte; y de la mucha razón que hay para nos ejercitar en esta consideración; y de los grandes frutos que de ella nos vienen.
Los que mucho se ejercitan en el propio conocimiento, como tratan a la continua, y muy de cerca, sus propios defectos, suelen caer en grandes tristezas, desconfianzas y pusilanimidad de corazón; por lo cual es necesario que se ejerciten en otro conocimiento que les alegre y esfuerce, mucho más que el primero les desmayaba. Y para esto, ninguno otro hay igual como el conocimiento de Jesucristo nuestro Señor; especialmente pensando cómo padeció y murió por nosotros. Esta es la nueva alegre, predicada en la nueva Ley a todos los quebrantados de corazón (Isai., 61, 1), y les es dada una medicina muy más eficaz para su consuelo, que sus llagas les pueden desconsolar. Este Señor crucificado es el que alegra a los que el conocimiento de sus propios pecados entristece, y el que absuelve a los que la Ley condena, y el que hace hijos de Dios a los que eran esclavos del demonio. A éste deben procurar conocer y allegarse todos los adeudados con espirituales deudas de pecados que han hecho, y que por ello están en angustia y amargura de corazón cuando se miran; e irles ha bien, como en otro tiempo se llegaron a Santo Rey David (1 Reg., 22, 2), adeudados y angustiados con deudas de acá, y sintieron provecho con su compañía.
Porque así como se suele dar por consejo que miren arriba o fuera del agua a los que pasan algún río y se les desvanece la cabeza mirando las aguas que corren, así quien sintiere desmayo mirando sus culpas, alce sus ojos a Jesucristo puesto en la cruz y cobrará esfuerzo. Porque no en balde se dijo (Ps. 41, 7): En Mi mismo fue mi ánima conturbada; y por esto me acordaré de ti, de la tierra de Jordán y de los montes de Hermón y monte pequeño. Porque los misterios que Cristo obró en su Bautismo y Pasión son bastante para sosegar cualquier tempestad de desconfianza que en el corazón se levante. Y así por esto, como porque ninguno libro hay tan eficaz para enseñar al hombre todo género de virtud, ni cuánto debe ser el pecado aborrecido y la virtud amada, como la Pasión del Hijo de Dios; y también porque es extremo de desagradecimiento poner en olvido un tan inmenso beneficio de amor, como fue padecer Cristo por nos, conviene, después del ejercicio de vuestro conocimiento, ocuparos en el conocimiento de Jesucristo nuestro Señor. Lo cual nos enseña San Bernardo (Ad fratres de Monte Dei) diciendo: «Cualquiera que tiene sentido de Cristo, sabe bien cuan expediente sea a la piedad cristiana, cuánto convenga, y cuánto provecho le trae al siervo de Dios y siervo de la redención de Cristo, acordarse con atención, a lo menos una hora del día, de los beneficios de la Pasión y Redención de nuestro Señor Jesucristo, para gozar suavemente en la conciencia, y para asentarlos fielmente en la memoria.» Esto dice San Bernardo; el cual así lo hacía.
Y allende de esto sabed, que así como queriendo Dios comunicar con los hombres las riquezas de su Divinidad, tomó por medio hacerse hombre, para que en aquella bajeza y pobreza se pudiese conformar con la pequeña capacidad de los pobres y bajos, y juntándose a ellos, los levantase a la alteza de Él; así el camino usado de comunicar Dios su Divinidad con las ánimas es por medio de su sacra Humanidad. Esta es la puerta por donde el que entrare será salvo (Jn.,10, 9); y la escalera por donde suben al cielo (Gen., 28, 12). Porque quiere Dios Padre honrar la Humanidad y humildad de su Unigénito Hijo, en no dar su amistad sino a quien las creyere; y no dar su familiar comunicación sino a quien con mucha atención las pensare.
Y pues no es razón que dejéis de desear estos bienes, haceos esclava de esta sagrada Pasión, pues por ella fuisteis libertada del cautiverio de vuestros pecados, y de los infernales tormentos, y os vendrán los bienes ya dichos. Y no sea a vos pesado el pensar lo que a Él con vuestro gran amor no le fue pesado pasar. Sed vos una de las ánimas a quien dice el Espíritu Santo en los Cantares (3, 11): Salid y mirad, hijas de Sión, al Rey Salomón con la guirnalda con que le coronó su madre en el día del desposorio de Él, y en el día de la alegría del corazón de Él.En ninguna parte de la Santa Escritura se lee que el Rey Salomón fuese coronado con guirnalda o corona por mano de su madre Bersabé en el día del desposorio de él; y por esto, porque según la historia no conviene al Salomón pecador, por fuerza, pues la Escritura no puede faltar, lo hemos de entender de otro Salomón verdadero, el cual es Cristo. Y con mucha razón; porque Salomón quiere decir pacífico; el cual nombre le fue puesto porque no trajo guerras en su tiempo como las trajo su padre David. Por lo cual quiso Dios, que no David, varón de sangres (Varón de sangres:frase bíblica que significa derramador de sangre, sanguinario), mas su pacífico hijo edificase aquel tan solemne Templo de Jerusalén (2 Reg., 7, 13) en que fuese Dios adorado. Pues si por ser pacífico Salomón en la paz mundana, que algunas veces los Reyes, aunque malos, la suelen en sus reinos tener, le fue puesto nombre de pacífico, ¿con cuánta más razón conviene a Cristo, el cual hizo paz espiritual entre Dios y los hombres, no sin su costa, mas cayendo sobre Él la pena de nuestros pecados que causaban la enemistad? Item hizo paz entre los dos tan contrarios pueblos, de los judíos y gentiles, quitando la pared de la enemistad que estaba en medio, como dice San Pablo (Ephes., 2, 14); conviene a saber, las ceremonias de la vieja Ley, y la idolatría de la gentilidad, para que unos y otros, dejadas sus particularidades y ritos que de sus pasados traían, viniesen a una nueva Ley, debajo de una fe, y de un Bautismo y de un Señor, esperando partir una misma herencia, por ser todos hijos de un Padre del cielo (Ephes., 4, 5), que los tornó a engendrar otra vez por agua y Espíritu Santo, con mayor ganancia y honra que la primera vez fueron engendrados de sus padres de carne para miseria y deshonra. Y estos bienes todos son por Jesucristo, pacificador de cielos y tierra, y de una gente con otra, y de un hombre dentro de sí mismo, cuya guerra es más trabajosa, y la paz más deseada. Estas paces no las pudo hacer Salomón, mas tuvo el nombre, en figura del verdadero pacificador, así como la paz de Salomón, que es temporal, tiene figura y es sombra de la espiritual que no tiene fin.
Pues si bien os acordáis, esposa de Cristo, de lo que es razón que nunca os olvidéis, la Madre de este Salomón verdadero, que fue y es la bendita Virgen María, hallaréis haberle coronado con guirnalda hermosa, dándole carne sin ningún pecado en el día de la Encarnación, que fue día de ayuntamiento y desposorio del Verbo divino con aquella santa Humanidad, y del Verbo hecho hombre con su Iglesia, que somos nosotros. De aquel sagrado vientre salió Cristo, como Esposo que sale del tálamo (Ps. 18, 6), y comenzó a correr su carrera como fuerte gigante, tomando a pechos la obra de nuestra Redención, que fue la más dificultosa que se podía emprender. Y al fin de la carrera en el día del Viernes Santo, casó por palabras de presente con esta su Iglesia, por quien había trabajado, como Jacob por Raquel (Gen., 29, 20, 30). Porque entonces le fue sacada de su costado, estando Él durmiendo el sueño de muerte, a semejanza de Eva sacada de Adán, que dormía (Gen., 2, 21). Y por esta obra tan excelente y de tanto amor en aquel día obrada, llama Cristo a este día, mi día, cuando dice en el Evangelio (Jn., 8, 56):Abraham, vuestro padre, se gozó para ver mi día; violo, y gozóse. Lo cual fue, como dice Crisóstomo, cuando a Abraham fue revelada la muerte de Cristo, en semejanza de su hijo Isaac, que Dios le mandó sacrificar en el monte Moría, que es el monte Sión (Gen., 22, 9); entonces vio este penoso día y se gozó. ¿Mas por qué se gozó? ¿Por ventura de los azotes, o tristezas o tormentos de Cristo? Cierto es haber sido la tristeza de Cristo tanta, que bastaba para hacer entristecer de compasión a cualquiera, por mucha alegría que tuviese. Si no, díganlo sus tres amados Apóstoles, a los cuales dijo (Mt., 26, 38): Triste es mi ánima hasta la muerte. ¿Qué sintieron sus corazones al sonido de esta palabra? La cual suele, aun a los que de lejos la oyen, lastimar su corazón con agudo cuchillo de compasión! Pues sus azotes, tormentos, clavos y cruz fueron tan lastimeros, que por duro que uno fuera y los viera, se moviera a compasión. Y aun no sé si los mismos que le atormentaban, viendo su mansedumbre en el sufrir y la crueldad de ellos en el herir, algún rato se compadecían de quien tanto padecía por ellos, aunque ellos no lo sabían. Pues si los que a Cristo aborrecían pudieran ser entristecidos por ver sus tormentos, si del todo piedras no fueran, ¿qué diremos de un hombre tan amigo de Dios como fue Abraham, que se gozase de ver el día en que Cristo tanto trabajo pasó?
CAPITULO 69
En que se prosigue lo dicho en el capítulo pasado, declarando de la Pasión de Cristo un lugar de los Cantares.
Mas porque de esto no os maravilléis, oíd otra cosa más maravillosa, la cual dicen las dichas palabras de los Cantares: Que esta guirnalda le fue puesta en el día del alegría del Corazón de Él. ¿Cómo es acuesto ? El día de sus excesivos dolores, que lengua no hay que los pueda explicar, ¿llamáis día de alegría de Él? Y no alegría fingida y de fuera, mas dicen: en el día del alegría del Corazón de Él.
¡ Oh alegría de los ángeles, y río del deleite de ellos, en cuya faz ellos desean mirar, y de cuyas sobrepujantes ondas ellos son embestidos, viéndose dentro de Ti, nadando en tu dulcedumbre tan sobrada! ¿Y de qué se alegra tu Corazón en el día de tus trabajos? ¿De qué te alegras entre los azotes, y clavos, y deshonras y muerte? ¿Por ventura no te lastiman? Lastimante, cierto, y más a Ti que a otro ninguno, pues tu complexión era más delicada. Mas porque te lastiman más nuestras lástimas, quieres Tú sufrir de muy buena gana las tuyas, porque con aquellos dolores quitabas los nuestros. Tú eres el que dijiste a tus amados Apóstoles antes de la Pasión (Lc., 22, 15): Con deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros antes que padezca. Y Tú eres el que antes dijiste (Lc., 12, 49): Fuego vine a traer a la tierra, ¿qué quiero sino que se encienda? Con bautismo tengo de ser bautizado, ¡cómo vivo en estrechura hasta que se ponga en efecto! El fuego de amor de Ti, que en nosotros quieres que arda hasta encendernos, abrasarnos y quemarnos lo que somos, y transformarnos en Ti, Tú lo soplas con las mercedes que en tu vida nos hiciste, y lo haces arder con la muerte que por nosotros pasaste. ¿Y quién hubiera que te amara, si Tú no murieras de amor por dar vida a los que, por no amarte, están muertos? ¿Quién será leño tan húmedo y frío, que viéndote a Ti, árbol verde, del cual quien come vive, ser encendido en la cruz, y abrasado con fuego de tormentos que te daban, y del amor con que Tú padecías, no se encienda en amarte aun hasta la muerte? ¿Quién será tan porfiado, que se defienda de tu porfiada recuesta, en que tras nos anduviste desde que naciste del vientre de la Virgen, y te tomó en sus brazos, y te reclinó en el pesebre, hasta que las mismas manos y brazos de Ella te tomaron cuando te quitaron muerto de la cruz, y fuiste encerrado en el santo sepulcro como en otro vientre? Abrasástete, porque no quedásemos fríos; lloraste, porque riésemos; padeciste, porque descansásemos; y fuiste bautizado con el derramamiento de tu sangre, porque nosotros fuésemos lavados de nuestras maldades.
Y dices, Señor: ¡Cómo vivo en estrechura, hasta que este bautismo se acabe!, dando a entender cuan encendido deseo tenías de nuestro remedio, aunque sabías que te había de costar la vida. Y como el esposo desea el día de su desposorio para gozarse, Tú deseas el día de tu Pasión para sacarnos con tus penas de nuestros trabajos. Una hora, Señor, se te hacía mil años para haber de morir por nosotros, teniendo tu vida por bien empleada en ponerla por tus criados. Y pues lo que se desea trae gozo cuando es cumplido, no es maravilla que se llame día de tu alegría el día de tu Pasión, pues era deseado por Ti. Y aunque el dolor de aquel día fue muy excesivo, de manera que en tu persona se diga (Thren., 1, 12): Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino: atended, y ved si hay dolor que se iguale con el mío; mas el amor que en tu Corazón ardía, sin comparación era mayor. Porque si menester fuera para nuestro provecho que Tú pasaras mil tanto de lo que pasaste, y te estuvieras enclavado en la cruz hasta que el mundo se acabara, con determinación firme subiste en ella para hacer y sufrir todo lo que para nuestro remedio fuese necesario.
De manera, que más amaste que sufriste, y más pudo tu amor que el desamor de los sayones que te atormentaban. Y por esto quedó vencedor tu amor, y como llama viva, no la pudieron apagar los ríos grandes (Cant., 8, 7) y muchas pasiones que contra Ti vinieron. Por lo cual, aunque los tormentos te daban tristeza y dolor muy de verdad, tu amor se holgaba del bien que de allí nos venía. Y por eso se llama día de alegría de tu corazón. Y este día vio Abraham, y gozóse, no porque le faltase compasión de tantos dolores, mas porque veía que el mundo y él habían de ser redimidos por ellos.
Pues en este día salid, hijas de Sión—que son las ánimas que atalayan a Dios por fe—, a ver al pacifico Rey, que con sus dolores va a hacer la paz deseada. Miradle, pues para mirar a Él os son dados los ojos. Y entre todos sus atavíos de desposorio que lleva, mirad a la guirnalda de espinas que en su cabeza divina lleva; la cual, aunque la tejieron y se la pusieron los caballeros de Pilato, que eran gentiles, dícese habérsela puesto su madre, que es la Sinagoga, de cuyo linaje Cristo descendía, según la carne; porque por la acusación de la Sinagoga, y por complacer a ella, fue Cristo así atormentado.
Y si alguno dijere: Nuevos atavíos de desposado son éstos; por guirnalda, lastimera corona; por atavíos de pies y manos, clavos agudos que se los traspasan y rompen; azotes por cinta; los cabellos pegados y enrubiados con su propia sangre; la sagrada barba arrancada; las mejillas bermejas con bofetadas; y la cama blanda, que a los desposados suelen dar con muchos olores, tornase en áspera cruz, puesta en lugar donde justiciaban los malhechores. ¿Qué tiene que ver este abatimiento extremo con atavíos de desposorio? ¿Qué tiene que ver acompañado de ladrones, con ser acompañado de amigos, que se huelgan de honrar al nuevo desposado? ¿Qué fruta, qué música, qué placeres vemos aquí, pues la Madre y amigos del Desposado comen dolores y beben lágrimas, y los ángeles de la paz lloraban amargamente? (Isai., 33, 7.) No hay cosa más lejos de desposorio que todo lo que aquí parece.
Mas no es de maravillar tanta novedad, pues el Desposado y el modo del desposar todo es nuevo. Cristo es hombre nuevo, porque es sin pecado, y porque es Dios y Hombre. Y despósase con nosotros, feos, pobres y llenos de males; no para dejarnos en ellos, mas para matar nuestros males, y darnos sus bienes. Por lo cual convenía, según la ordenanza divina, que pagase Él por nosotros, tomando nuestro lugar y semejanza, para que con aquella semejanza de deudor sin serlo, y con aquel duro castigo sin haber hecho por qué, quitase nuestra fealdad, y nos diese su hermosura y riquezas. Y porque ningún desposado puede hacer a su esposa de mala, buena; ni de infernal, celestial; ni de fea en el ánima, hermosa, por eso buscan los hombres las esposas que sean buenas, hermosas y ricas, y van el día del desposorio ataviados a gozar de los bienes que ellas tienen, y que ellos no les dieron. Mas nuestro nuevo Esposo ninguna ánima halla hermosa ni buena, si Él no la hace. Y lo que nosotros le podemos dar, que es nuestra dote, es la deuda que debemos de nuestros pecados. Y porque Él quiso abajarse a nosotros, tal le paramos, cuales nosotros estábamos. Y tal nos paró, cual Él es; porque destruyendo con nuestra semejanza nuestro hombre viejo, nos puso su imagen de hombre nuevo y celestial. Y esto obró Él con aquestos atavíos que parecen fealdad y flaqueza, y son altísima honra y grandeza, pues pudieron deshacer nuestros muy antiguos y endurecidos pecados, y traernos a gracia y amistad del Señor, que es lo más alto que se puede ganar.
Este es el espejo en que os habéis de mirar, y muchas veces al día, para hermosear lo que viéredes feo en vuestra ánima. Y ésta es la señal puesta en alto (Num., 21, 8) para que de cualquier víbora que seáis mordida, miréis aquí y recibáis la salud en sus llagas. Y en cualquier bien que os viniere, miréis aquí y os sea conservado, dando gracias a este Señor, por cuyos trabajos nos vienen todos los bienes.
CAPITULO 70
Que es muy importante el ejercicio de la oración, y de los grandes provechos que de ella se sacan.
Pues que ya habéis oído que la luz que vuestros ojos han de mirar es Dios humanado y crucificado, resta deciros qué modo tendréis para le mirar, pues que esto ha de ser con ejercicio de devotas consideraraciones y habla interior que en la oración hay.
Mas primero que os digamos el modo que habéis de tener en la oración, conviene deciros cuan provechoso ejercicio sea, especialmente para vos, que habiendo renunciado al mundo, os habéis toda ofrecido al Señor; con el cual os conviene tener muy estrecha y familiar comunicación, si queréis gozar de los dulces frutos de vuestro religioso estado.
Y por oración entendemos aquí una secreta e interior habla con que el ánima se comunica con Dios, ahora sea pensando, ahora pidiendo, ahora haciendo gracias, ahora contemplando, y generalmente por todo aquello que en aquella secreta habla se pasa con Dios. Porque aunque cada cosa de éstas tenga su particular razón, no es mi intento tratar aquí sino de este general que he dicho, de cómo es cosa muy importante que el ánima tenga con su Dios esta particular habla y comunicación.
Para prueba de lo cual, si ciegos no estuviesen los hombres, bastaba decirles que daba Dios licencia para que todos los que quisiesen pudiesen entrar a hablarle una vez en el mes o en la semana, y que les daría audiencia de muy buena gana, y remediaría sus males, y haría mercedes, y habría entre Él y ellos conversación amigable de Padre con hijos. Y si diese esta licencia para que le pudiesen hablar cada día, y si la diese para que muchas veces al día, y si también para que toda la noche y el día, o todo lo que de este tiempo pudiesen y quisiesen estar en conversación del Señor, Él lo habría por bueno, ¿quién sería el hombre, si piedra no fuese, que no agradeciese tan larga y provechosa licencia, y no procurase de usar de ella todo el tiempo que le fuese posible, como de cosa muy conveniente para ganar honra, por estar hablando con su Señor; y deleite, por gozar de su conversación; y provecho, porque nunca iría de su presencia vacío? ¿Pues por qué no se estimará en mucho lo que el Altísimo ofrece, pues se estimaría si lo ofreciese un rey temporal, que en comparación del Altísimo, y de lo que de su conversación se puede sacar, el rey es gusano, y lo que puede dar uno y todos es un poco de polvo? ¿Por qué no se huelgan los hombres de estar con Dios, pues (Prov., 8, 31) los deleites de Él son estar con los hijos de los hombres? No tiene su conversación amargura (Sap., 8, 16), sino alegría y gozo; ni su condición tiene escasez para negar lo que le piden. Y Padre nuestro es, con el cual nos habíamos de holgar, conversando, aunque ningún otro provecho de ello viniera. Y si juntáis con esto que no sólo nos da licencia para que hablemos con Él, mas que nos ruega, aconseja, y alguna vez manda, veréis cuánta es su bondad y gana de que conversemos con Él, y cuánta nuestra maldad de no querer ir, rogados y pagados, a lo que debíamos ir rogando y ofreciendo por ello cualquier cosa que nos fuese pedida.
Y en esto veréis cuan poco sentimiento tienen los hombres de las necesidades espirituales, que son las verdaderas; pues quien verdaderamente las siente, verdaderamente ora, y con mucha instancia pide remedio. Un refrán dice: «Si no sabes orar, entra en la mar.» Porque los muchos peligros en que se ven los que navegan, les hace clamar a nuestro Señor. Y no sé por qué no ejercitamos todos este oficio, y con diligencia, pues ahora andemos por tierra, ahora por mar, andamos en peligros de muerte; o del ánima, si caemos en pecado mortal, o de cuerpo y ánima, si no nos levantamos por la penitencia de aquel en que hemos caído. Y si los cuidados perecederos, y el polvo que en los ojos traemos, nos diesen lugar de cuidar y mirar las necesidades de nuestro corazón., cierto andaríamos dando clamores a Dios, diciendo con todas entrañas (Mt., 6, 13): ¡No nos dejéis caer en la tentación! (Ps., 34, 22): ¡Señor, no te apartes de mil, y otras semejantes palabras, conformes al sentimiento de la necesidad. Todo nuestro orar se ha pasado a lo que se ha pasado nuestro sentido, que es el bien o mal temporal. Y aun esto no lo hacemos luego, sino cuando los otros medios y arrimos nos han faltado, como gente que su postrera confianza tiene puesta en nuestro Señor, y su primera y mayor en sí mismo o en otros. De lo cual suele el Señor enojarse mucho, y decir (Deut., 32, 37, 39): ¿Dónde están tus dioses, en los cuales tenías confianza? Líbrente tus aliados, a los cuales se los llevará el viento y el soplo. Mirad que Yo sólo soy, y no hay otro fuera de Mí. Yo mataré y haré vivir; heriré y sanaré, y no hay quien se pueda librar.
Mirad, pues, vos, doncella, no os toquen acuestas cosas, mas tened vivo el sentido de vuestra ánima, con que gustéis que vuestro verdadero mal es no servir a Dios, y vuestro verdadero bien es servirle. Y cuando alguna cosa temporal pidiéredes, no sea con aquel ahínco y angustia que del amor demasiado suele nacer. Y para lo mucho y para lo poco, vuestra confianza primera sea nuestro Señor; y la postrera, los medios que Él os encaminare. Y sed muy agradecida a esta merced, de que os dio licencia de hablarle y conversar con Él; y usad de ella, para bienes y males, con mucha frecuencia y cuidado, pues por medio de esta habla y conversación con el Altísimo han sido enriquecidos los siervos de Dios, y remediados en sus pobrezas; porque entendieron que los peligros que Dios les dejó, fue a intento que, apretados con ellos, recurriesen a Él; y los bienes que les vienen son para ir a Él, dándole gracias.
De los gabaonitas leemos (Josué, 10, 6), que estando en mucho peligro por estar cercados de sus enemigos, enviaron un mensajero a Josué, a cuya amistad se habían ofrecido, y por la cual estaban en aquel peligro, y hallaron favor y remedio por lo pedir. Y aunque aquellos cinco reyes, de que la Escritura hace mención (Gen., 14, 1) fueron vencidos en el valle Silvestre, y sus ciudades robadas; mas porque un mozo que de la guerra escapó, fue a dar nueva de este desbarato al Patriarca Abraham, alcanzaron remedio los reyes y sus cinco ciudades por mano de Abraham, que los socorrió. De manera, que se alcanza, por un solo mensajero que va a pedir favor a quien lo quiere y puede dar, más que por la muchedumbre de combatientes que en la guerra o ciudad haya. Y cierto, es así, que quien enviare a Dios mensajero de humilde y fiel oración, aunque esté cercado y destrozado y metido en el vientre de la ballena, sentirá presente al Señor, que está cerca a todos aquellos que le llaman en verdad (Ps., 144, 18).
Y si no saben lo que han de hacer, con la oración hallan lumbre, porque con esta confianza dijo el rey Josafat (Paralip., 20, 12): Cuando no sabemos lo que hemos de hacer, este remedio tenemos, que es alzar los ojos a Ti. Y Santiago (1, 5) dice: Que quien hubiere menester sabiduría, la pida a Dios. Y por este medio eran Moisés y Aarón enseñados de Dios acerca de lo que debían hacer con el pueblo. Porque como los que rigen a otros han menester lumbre doblada, y tenerla muy a la mano y a todo tiempo, así han menester oración doblada y estar tan diestros en ella, que sin dificultad la ejerciten, para que conozcan la voluntad del Señor de lo que deben hacer en particular, y para que alcancen fuerza para cumplirla. Y este conocimiento que allí se alcanza, excede al que alcanzamos por nuestras razones y conjeturas, como de quien va a cosa cierta, o quien va, como dicen, a tienta paredes. Y los propósitos buenos y fuerza que allí se cobran, suelen ser sin comparación más vivos y salir más verdaderos, que los que fuera de la oración se alcanzan. San Agustín dijo, como quien lo había probado: «Mejor se sueltan las dudas con la oración, que con cualquiera otro estudio.» Y por no cansar, y porque no sería posible deciros particularmente los frutos de la oración, no os digo más, sino que la suma Verdad dijo (Lc., 11, 13): Que el Padre celestial dará espíritu bueno a los que se lo piden; con el cual bien vienen todos los bienes.
Y débeos bastar, que usaron este ejercicio todos los Santos. Porque, como San Crisóstomodice: «¿Quién de los Santos no venció orando?» Y él mismo dice: «No hay cosa más poderosa que el hombre que ora.» Y bastarnos debe, y sobrar, que Jesucristo, Señor de todos, oró en la noche de su tribulación, aun hasta derramar gotas de sangre (Lc., 22, 44). Y oró en el monte Tabor, para alcanzar el resplandor de su cuerpo (Lc., 9, 29). Oró primero que resucitase a San Lázaro(Jn., 11, 41); y veces oraba tan largo, que se le pasaba toda la noche en oración. Y después de una tan larga oración como ésta dice San Lucas (Lc., 6, 12), que eligió entre sus discípulos número dedoce Apóstoles. En lo cual, dice San Ambrosio, nos dio a entender lo que debemos hacer cuando quisiéremos comenzar algún negocio, pues que en aquel suyo, primero oró, y tan largo.
Y por esto debiera decir San Dionisio, que en principio de toda obra hemos de comenzar por la oración. San Pablo (Rom., 12. 12) amonesta que entendamos con instancia en la oración; y el Señor dice (Lc., 18. 1), que conviene siempre orar, y no aflojar; que quiere decir, que se haga esta obra con frecuencia, diligencia y cuidado. Porque los que quieren valerse con tener cuidado de sí en hacer obras agradables a Dios, y no curan de tener oración, con sola una mano nadan, con sola una mano pelean, y con sólo un pie andan. Porque el Señor, dos nos enseñó ser necesarias, cuando dijo (Mt., 26): Velad y orad, porgue no entréis en tentación. Y lo mismo avisó cuando dijo (Le., 21. 36): Velad, pues, en todo tiempo orando, que seáis hallados dignos de escapar de todas estas cosas que han de venir, y estar delante el hijo de la Virgen. Y entrambas cosas junta San Pablo (Ephes., 6, 11), cuando arma al caballero cristiano en la guerra espiritual que tiene contra el demonio. Porque así como un hombre, por buenos manjares que coma, si no tiene reposo de sueño tendrá flaqueza, y aun corre el riesgo de perder el juicio, así acaecerá a quien bien obra y no ora. Porque aquello es la oración para el ánima, que el sueño al cuerpo. No hay hacienda, por gruesa que sea, que no se acabe, si gastan y no ganan; ni buenas obras que duren sin oración, porque en ella se alcanza lumbre y espíritu con que se recobra lo que con las ocupaciones, aunque buenas, se disminuye del fervor de la caridad e interior devoción.
Y cuan necesario sea el orar, parece muy claro en la instancia y ayunos con que el Profeta San Daniel (9, 1-19) oraba al Señor que librase su pueblo de la cautividad de Babilonia, aunqueeran cumplidos los setenta años que el Señor había puesto por término para los librar. Y si en lo que Dios ha prometido de hacer o dar, aún es menester que se le pida con oración ahincada, ¿cuánto más será menester en lo que no tenemos promesa suya en particular? San Pablo pide a los Romanos (15, 30) que rueguen a Dios por él, para que, quitados los impedimentos, pueda ir a los visitar. Sobre lo cual dice Orígenes: «Aunque había dicho el Apóstol un poco antes (15, 29): Se que, yendo a vosotros, será mi ida en la abundancia de la bendición de Cristo; mas con todo esto, sabía que la oración es necesaria, aun para las cosas que él manifiestamente conocía que habían de acaecer; y si no hubiera oración, sin duda no se cumpliera lo que había profetizado.»¿No os parece que tuvo razón quien dijo (San Gregorio) que era la oración medio para alcanzar lo que Dios Omnipotente ordenó, ante los siglos, de donar en tiempo? Item, que así como el arar y sembrar es medio para coger trigo, así la oración para alcanzar frutos espirituales. Por lo cual no nos debemos maravillar si tan pocos cogemos, pues que tan poca oración sembramos.
Cosa cierta es que de la conversación de un bueno se sigue amarle y concebir deseos de la virtud; y si con Dios conversásemos, con mucha más razón podríamos esperar de su conversación estos y otros provechos, a semejanza de Santo Profeta y Legislador Moisés, que de la tal conversación salió lleno de resplandor (Ex., 34).
Y no por otra causa estamos tan faltos de misericordia para con los prójimos, sino porque nos falta esta conversación con nuestro Señor. Porque el hombre que estuvo de noche postradodelante de Dios pidiéndole perdón y misericordia para sus pecados y necesidades, claro está que si de día encuentra con otro que le pida lo que él pidió a Dios, que conocerá las palabras, y se acordará de con cuánto trabajo él las dijo a nuestro Señor, y con cuánto deseo de ser oído, y hará con su prójimo lo que quería que Dios hiciese con él.
Y por decir en una palabra lo que en esto siento, os traigo a la memoria lo que dijo Santo Rey y Profeta David (Ps., 65, 20): Bendito sea el Señor, que no quitó de mí mi oración y su misericordia. Sobre lo cual dice San Agustín: «Seguro puedes estar, que si Dios no quita de ti la oración, no te quitará su misericordia.» Y acordaos que el Señor dijo (Lc., 11, 13): Que el celestial Padre dará espíritu bueno a los que se lo piden. Y con este espíritu cumplimos la Ley de Dios, como dice San Pablo (Rom., 7, 25). De manera, que nos está cercana la misericordia de Dios, y cumplimos su Ley por medio de la oración. Mirad vos qué tal estará un hombre a quien le faltaren estas dos cosas, por faltarle la oración.
Y quiéroos avisar del yerro de algunos que piensan que, porque dijo San Pablo (1 Tim., 2, 8): Quiero que los varones oren en todo lugar, no es menester orar despacio, ni en lugar particular, sino que basta mezclar la oración entre las otras obras que hace. Bueno es orar en todo lugar, mas no nos hemos de contentar con aquello, si hemos de imitar a Jesucristo nuestro Señor, y a lo que sus Santos han dicho y hecho en el negocio de la oración. Y aun tened por cierto, que ninguno sabrá provechosamente orar en todo lugar, sino quien primero hubiere aprendido este oficio en lugar particular, y gastado en él espacio de tiempo.
CAPITULO 71
Que la penitencia de los pecados es el primer paso para nos llegar a Dios, teniendo de ellos verdadero dolor y haciendo de ellos verdadera confesión y satisfacción.
El primer paso que el ánima ha de dar allegándose a Dios ha dé ser la penitencia de sus pecados. Y para que ésta sea bien hecha aprovecha mucho desocuparse de todos negocios y de toda conversación, y entender con cuidado en traer a la memoria todos los pecados de toda su vida, sirviéndose para ello de algún Confesionario (Confesionario: Tratado que da reglas para la confesión). Y después de los haber bien gemido, confesarlos con médico espiritual que le pueda y sepa dar remedio competente a su enfermedad, y le ponga su conciencia tan llana, como si aquel día hubiese el hombre de morir, y ser presentado en el juicio de Dios. Y en este negocio puede gastar un mes o dos, deshaciendo con amargos gemidos lo que pecó con malos placeres. Y para esto se puede servir de leer algún buen libro que a esto le ayude, y de lo que antes dijimos (Caps. 60 y 61), de pensar en su muerte y en el juicio de Dios, y descender vivo con el pensamiento a aquel pozo hondo del fuego eternal, porque no descienda después de muerto a probar la eterna miseria que allí hay.
Servirle ha también para esto, mirando una imagen del Crucifijo, o acordándose de Él, pensar cómo él fue causa por sus pecados que el Señor padeciese tales tormentos. Y mírele bien de pies a cabeza, ponderando por si cada tormento, y llorando en cada pecado, pues las penas del Señor corresponden a nuestras culpas, padeciendo Él deshonras en pago de nuestra soberbia, azotes y dolores en pago de nuestros placeres, y así en lo demás. Y piense: Si un hijo viese azotar a su padre, o atormentarle muy recio por una cosa que nunca el padre la hizo, sino el tal hijo; y, si oyese la voz del pregonero: «Quien tal hace que tal pague», este tal hijo, grave compasión tendría de su padre, y gran dolor por haber hecho cosa que tan cara costase a su padre. Y si verdadero hijo fuese, más le dolería ver castigado a su padre, que si le castigaran a él. Y gran maravilla sería si no diese voces con el gran dolor, confesando que el culpado es él, que lo castiguen a él, y no a su padre que nada debía. Tomemos ejemplo de aquí, de dolernos más de haber pecado porque fue Dios el ofendido y fue Dios el castigado, que por cualquier mal que por haber pecado nos pudiese venir. ¡Yo, Señor, pequé, ¿y pagáislo vos?! ¡Mis travesuras, Señor, os pusieron en la cárcel, y os hicieron pregonar por las calles y os pusieron en cruz! Este sea su gemido, con deseo de padecer por Dios todo lo que Él fuere servido de enviarle.
Y después de haber hecho este examen de su conciencia, con dolor y satisfacción, según el parecer de su confesor, recibida la absolución sacramental, podrá tener confianza del perdón, y consolación de su ánima.
CAPITULO 72
Que el segundo paso para nos llegar a Dios, es el hacimiento de gracias que le debemos dar por nos haber así librado; y del modo que en esto se tendrá, mediante diversos pasos de la Pasión en diversos días.
Purgada así el ánima de los tales humores de pecados, que le causasen la muerte, se debe ocupar en hacimiento de gracias por tan grande y no merecida merced, de no sólo haber Dios perdonado el infierno, mas haberle recibido por hijo y dádole su gracia y dones interiores, por merecimiento del verdadero Hijo de Dios, Jesucristo nuestro Señor, que murió por nuestros pecados, y resucitó por nuestra justificación (Rom., 4, 25); matando nuestros pecados y vida vieja, muriendo Él; y resucitándonos a vida nueva, resucitando Él. Y si decía Job (31, 20), que el cuerpo del pobre a quien él había vestido, sintiéndose abrigado, echaría bendiciones a Job que aquel beneficio le hizo, con mucha más razón debemos bendecir a Jesucristo crucificado, cuando nuestra ánima se siente libre de males y consolada con bienes, creyendo que todo nuestro bien nos viene por El; pues no es razón ser ingratos a tal amor y a tales mercedes.
Y aunque cada vez que bien nos fuere debemos luego con particular agradecimiento bendecir a Jesucristo; mas para que se haga esto mejor hecho y con más fruto, conviene que pues para pensar en vuestros propios pecados os dije que buscásedes lugar recogido y desocupado de todos, y os mirásedes a vos, con mucha más razón os debéis ocupar otro rato cada día en pensar la Pasión de nuestro Señor, y darle gracias por los bienes que nos vinieron por ella, diciendo de corazón (Ps., 118, 93): No olvidaré para siempre tus justificaciones, porque en ellas me diste la vida.
El modo, pues, que tendréis, si otro mejor no se os ofreciere, será éste: Pensar el lunes la oración del Señor y prendimiento del Huerto, y lo que aquella noche pasó en casa de Anas y Caifas. El martes, las acusaciones y procesiones de uno a otro juez, y sus crueles azotes que atado a la columna pasó. El miércoles, cómo fue coronado de espinas y escarnecido, sacándole con vestidura de grana, y caña en la mano, porque todo el pueblo le viese, y dijeron: ecce homo. El jueves, no le podemos quitar su misterio muy excelente; conviene a saber, cómo el Hijo de Dios con profunda humildad lavó los pies a sus discípulos, y después les dio su Cuerpo y Sangre en manjar de vida; mandando a ellos y a todos los sacerdotes que habían de venir, que hiciesen lo mismo en memoria de Él (Lc., 22, 19). Hallaos vos presente en aquel lavatorio admirable, y en el convite tan excelente, y esperad en Dios, que ni saldréis sin lavar, ni muerta de hambre. Tras el jueves pensaréis el viernes cómo el Señor fue presentado ante el juez, y sentenciado a muerte, y llevó la cruz encima de sus hombros, y después fue crucificado en ella, con todo lo demás que pasó hasta que encomendó su espíritu en las manos del Padre y murió. Y en el sábado quédaos de pensar la lanzada cruel de su sagrado costado, y cómo le quitaron de la cruz, y pusieron en brazos de su sagrada Madre, y después en el sepulcro; e id acompañando su ánima al limbo de los Santos Padres, y hallaos presente en las fiestas y paraíso que allí les concede. Y tened memoria de pensar en este día las grandes angustias que la Virgen y Madre pasó, y sedle compañera fiel en se las ayudar a pasar, porque allende de serle cosa debida, os será muy provechosa. Deldomingo no hablo, porque ya sabéis que es diputado al pensamiento de la Resurrección, y la gloria que en el cielo poseen los que allá están, y en esto os habéis de ocupar en aquel día.
Y particularmente os encomiendo, que en la noche del jueves toméis cuan poco sueño fuere posible, por tener compañía al Señor, que después de los trabajos del prendimiento y largos caminos a casa de Anas y Caifas, y después de muchas bofetadas, burlas y otros males que le fueron hechos, pasó lo demás de la noche muy aherrojado y en cárcel muy dura, y con tal tratamiento de los que le guardaban, que ni a Él vagaba dormir, ni habría quien cesase de llorar si bien se supiese lo que allí pasó; lo cual es tanto, como San Jerónimo dice, que hasta el día de] juicio no se sabrá. Pedidle vos a Él parte de sus penas, y tomad vos por Él cada noche del juevesalguna en particular, la que Él os encaminare. Porque gran vergüenza es para un cristiano no diferenciar aquella noche de otras. Y una persona decía, que ¿quién podía dormir la noche del jueves? Y aun también creo que tampoco dormía la noche del viernes.
CAPITULO 73
Del modo que se ha de tener en la consideración en la vida y Pasión de nuestro Señor Jesucristo.
Este ejercicio de pensar en los pasos de la vida o muerte de Jesucristo nuestro Señor se puede hacer en una de dos maneras: o con representar a vuestra imaginativa la figura corporal de nuestro Señor, o solamente pensar sin representación imaginaria. Y sabed, que pues el altísimo e invisible Dios se hizo hombre visible, para que con aquello visible nos metiese adentro donde está lo invisible, no se debe pensar sino que fue muy provechosa cosa mirarle con ojos corporales, para poderle mirar con los espirituales, que son de la fe, si la malicia de quien lo miraba no lo impedía. Y, cierto, todo lo corporal del Señor era muy ordenado, y tenía una particular eficacia para ayudar al corazón piadoso a levantarse a las cosas espirituales. Y no fue pequeña merced para los tales gozar de tal vista, de la cual muchos Reyes y Profetas desearon gozar y no la alcanzaron (Lc., 10, 24). Y aunque los que después venimos no gozamos de esta merced tan cumplida; mas no debemos dejar de aprovecharnos de ella en lo que pudiéremos. Y aeste intento nuestra Madre la santa Iglesia, y con mucha razón, nos propone imágenes del cuerpo del Señor, para que despertados por ellas, nos acordemos de su corporal presencia, y se nos comunique algo, mediante la imagen, de lo mucho que se nos comunicara con la presencia. Y pues me trae provecho una imagen pintada en un palo fuera de mí, también lo traerá la que fuere pintada en mi imaginativa dentro de mí, tomándola por escalón para pasar adelante. Porque todo lo de nuestro Señor, y lo que le toca y representa, tiene virtud maravillosa para llevarnos a Él.
Y aunque os parezcan cosas bajas, mas por ser medio para cosas altas, altas os deben parecer. Y por esta bajeza quiere Dios que comiencen humillados los que Él ha de subir de su mano a cosas mayores. Porque los que desde luego que comienzan se dan a pensamientos muy altos, por parecerles más gustosos y más dignos de su consideración, les está la caída muy cierta. Porque, como dice la Escritura (Prov., 19, 2), el que es apresurado en el andar, tropezará (28, 22): El que se da priesa a enriquecer, no estará sin pecado. Y también claramente se ve, que casa sin fundamento no puede durar mucho sin caer. Y acaece a estos tales, que si después quieren tornar a pensar cosas proporcionadas a su pequeñez, no lo aciertan a hacer, por estar engolosinados en las mayores; y así corren peligro, como el ave que sale del nido antes del tiempo; porque ni puede proseguir su vuelo, ni tornarse a su nido. Por tanto, conviene que comencemos de lo bajo de nuestros pecados, según se ha dicho, y luego en el pensamiento de la sacra Humanidad de Jesucristo nuestro Señor, para subir a la alteza de su Divinidad.
CAPITULO 74
En que se prosigue más en particular el modo de considerar la vida de nuestro Señor Jesucristo, para que sea con más provecho.
Recogida, pues, en vuestra celda, en el rato que para este ejercicio tomáredes, decid primero la confesión general, pidiendo al Señor perdón de vuestros pecados, especialmente de los que hubiéredes hecho después de la postrera confesión que hicisteis; y rezaréis algunas oraciones vocales, según arriba se os dijo cuando tratábamos del propio conocimiento (Cap.59). Y después leed aquel mismo paso de la Pasión, que queréis pensar, en algún libro que trate de la Pasión; y serviros ha de dos cosas: una de enseñaros cómo acaeció aquel paso, para que vos lo sepáis pensar; porque vida y muerte del Señor habéislas de saber muy sabidas; y otra para recogeros el corazón, para que cuando fuéredes a pensar, no vayáis derramada ni tibia. Y aunque no leáis de una vez todo lo que el libro dijere acerca de aquel paso, no se pierde nada, pues que en otras semanas, cuando venga el mismo día, se podrá acabar de leer. Y, como ya os he dicho, no ha de ser la lección hasta del todo cansar, mas para despertar el apetito del ánima y dar materia a pensar y orar. Y los libros que para pensar en la Pasión pueden aprovechar, entre otros, son lasMeditaciones de San Agustín en latín, y las del Padre Fray Luis de Granada en romance (Libro de la Oración y Meditación, donde trae una meditación devotísima de la Pasión para cada día de la semana), y el Cartujano, (El Cartujano llamábase Ludolfo de Sajonia (1295---1378). Fue fraile dominico y pasó a la Cartuja en 1340. Ya cartujo, escribió su celebérrima Vita Jesu Christi..., libro de profunda piedad, de fondo evangélico, comentado por los SS. Padres. Hubo traducciones castellanas muy antiguas.) que escribe sobre todos los Evangelios.
Y la lección acabada, hincadas vuestras rodillas y recogidos vuestros ojos, suplicad al Señor os envíe lumbre del Espíritu Santo para daros sentido compasivo y amoroso de lo que Cristo tan amorosamente por vos padeció. Importunadle mucho, no permita Él tanta ingratitud en vos, que siendo obligada a imitar su Pasión, que aun no seáis para la pensar.
Y luego poned la imagen de aquel paso que quisiéredes pensar, dentro de vuestro corazón;y si esto bien no se os diere, haced cuenta que la tenéis allí cerquita de vos. Y dígoos esto así, por avisaros que no habéis de ir con el pensamiento a contemplar al Señor a Jerusalén, donde estoacaeció, porque esto daña mucho a la cabeza y seca la devoción; mas haced cuenta que lo tenéis allí presente, y poned los ojos de vuestra ánima en los pies de Él, o en el suelo cercano a Él, y con toda reverencia mirad lo que entonces pasaba como si a ello presente estuviérades, y escuchad lo que el Señor habla con toda atención. Y sobre todo, con una sosegada y sencilla vista miradle su sacratísimo Corazón, tan lleno de amor para con todos, que excedía tanto a lo que de fuera padecía—aunque era inefable—, cuanto excede el cielo a la tierra.
Y guardaos mucho de afligir vuestro corazón con tristezas forzadas, que suelen echar alguna lagrimilla forzada; porque impiden el sosiego que para este ejercicio es menester, como decía el Abad Isaac; y suelen secar el corazón y hacerle inhábil para la divina visitación, que pide paz y sosiego; y aun suelen destruir la salud corporal, y dejar el ánima tan atemorizada con eldisgusto que allí sintió, que teme otra vez de tornar al ejercicio como a cosa penosa.
Mas si con vuestro pensar sosegado, el Señor os da lágrimas, compasión y otros sentimientos devotos, debéislos tomar, con condición que no sea tanto el exceso con que se enseñoreen de vos, que os dañen a la salud con daño notable, o que quedéis tan flaca en los resistir, que os hagan, con gritos y con otras exteriores señales dar muestra de lo que sentís: porque si a esto os acostumbráis, vendréis a hacer entre gente, y con grande nota, lo mismo que en vuestra celda, sin lo poder resistir; de lo cual es razón que huyáis. Y por esto habéis de tomar estos sentimientos o lágrimas de tal arte, que no os vayáis mucho tras ellas, porque no perdáis por seguirlas aquel pensamiento o afección espiritual que las causó. Mas tened mucha cuenta con que aquello dure, y de esto otro exterior y sensual (sensible, sentimental) sea lo que fuere. Y de esta manera podráos durar mucho tiempo el sentimiento devoto espiritual. Lo cual no hace el de la parte sensitiva o corporal, ni aun deja durar al espiritual, sino lo tiene para que no se vaya tras él.
Aunque para los que de nuevo comienzan se puede dar licencia que tomen de esta leche tierna algo más que los aprovechados, los cuales tienen intento a sentir en su espíritu la alteza de quien padece, y la indignidad de por quien padece, y lo mucho que padece, y el mayor amor con que lo padece; y desean imitar este amor y pasión con las fuerzas que el Señor les diere, y si con esto les dan los sentimientos ya dichos, no los desechan, antes los agradecen, mas no como a cosa más principal. Y aunque entiendo que hay un amor de Dios tan abrasado, que no sólo no saca lágrimas, mas aun las seca e impide, también os digo que hay otro tierno, que hace tener estos sentimientos ya dichos en la parte sensitiva y ojos del cuerpo, sin que sea cosa culpable; pues la doctrina cristiana no es doctrina de estoicos, que condenan las buenas pasiones. Y pues Cristo lloró y se entristeció, bastarnos debe para creer que estas cosas son buenas, aunque en varones perfectos. ¡ Oh cuánto mal ha hecho a sí y a otros, gente sin letras, que ha tomado entre manos negocios de la vida espiritual, haciéndose jueces de ella, siguiendo solamente su ignorante parecer! Y dígolo por hombres que ha habido engañados, a quien parecían mal estas cosas.
CAPITULO 75
En que se dan algunos avisos necesarios para más aprovechar con el sobredicho ejercicio, y evitar algunos daños que en los ignorantes pueden suceder .
Conviene también avisaros que no trabajéis mucho por fijar muy profundamente en vuestra imaginación la imagen del Señor, porque suelen de ello venir peligros al ánima, pareciéndole algunas veces que verdaderamente ve de fuera las imágenes que tiene de dentro; y unos caen en locura y otros en soberbia. Y ya que esto no sea, causase daño en la salud corporal casi sin remedio. Por eso conviene que hagáis este ejercicio de arte, que ni del todo dejéis de representar imagen, ni que la tengáis a la continua ni con pena fijada dentro de vos, mas poco a poco, y según que sin trabajo se os diere. Y podéis tener algunas devotas imágenes, bien proporcionadas, de los pasos de la Pasión, en las cuales mirando algunas veces, os sea alivio para que sin mucha pena las podáis vos sola imaginar.
Y mirad mucho que no sólo habéis de huir el peligro que os he dicho, de imaginar con trabajo, mas también de pensar con ahínco y costa de la cabeza; porque allende del daño que en ella se hace, causase de este modo sequedad en el ánima, que suele hacer que se aborrezca la oración. No penséis de manera, ni con tanta fuerza, que parezca que vos sola y a fuerza de brazos lo habéis de hacer; porque acuesto más semejanza tiene con el modo de estudiar que de orar; mas de tal manera obrad vuestro ejercicio, que estéis arrimada a las fuerzas del Señor que os ayuda para pensar. Y si esto no supiéredes hacer, y sentís que la cabeza o sienes sienten trabajo notable, no prosigáis adelante, mas sosegaos, y quitad aquella angustia del corazón, y humillaos a Dios con sosiego y simplicidad, pidiéndole gracia para pensar como Él quiere. Y en ninguna manera presumáis en el acatamiento de Dios, de estribar en vuestras razones ni ahínco, mas en humillaros a Él con un afecto sencillo, como niño ignorante y discípulo humilde, que lleva una sosegada atención para aprender de su maestro ayudándose él. Y sabed, que este negocio más es de corazón que de cabeza, pues el amar es fin del pensar. Y por no entender esto y el sosiego ya dicho, han fatigado muchos muchas cabezas suyas y ajenas, con daño de la salud, e impedimento para bienes que pudieran hacer. Y si Dios os hace esta merced de meditación sosegada, será más durable lo que en ella sintiéredes, y más larga y sin pesadumbre. Todo lo cual hallaréis ser al contrario, si de otra manera lo usáredes.
Y ya os he avisado que vuestra morada ha de ser en vuestro corazón, donde como abejasolícita, que dentro de su corcho hace la miel, habéis vos de encerraros, presentando al Señor lo que de fuera se os ofreciere, pidiéndole su lumbre y favor, como lo hacía Moisés en el corporal Tabernáculo. Y si se os ofreciere de fuera alguna hiél de tentación, huid a vuestro corazón, y cerrad la puerta tras vos, y juntándoos con nuestro Señor, dejaréis a vuestros enemigos burlados, vencidos y fuera de casa. Porque como el daño que os podían hacer era mediante elpensamiento, cerrado éste muy bien, no hay por dónde os puedan entrar.
Y porque en todo caso conviene, para durar y aprovechar en este ejercicio, que lo hagáis con sosiego, os quiero avisar, que si tenéis fuerza para estar de rodillas en esta habla con Dios, conviene que lo estéis, porque toda reverencia es debida a la Majestad divinal. Y para lo así hacer, tenemos ejemplo en nuestro soberano Señor y maestro, del cual cuenta el Evangelista(Lc., 22, 41) que en el huerto de Gethsemaní oró a su Padre, las rodillas hincadas. Mas si la flaqueza del cuerpo es tanta, que con estar de rodillas, especialmente en oración larga, impide el sosiego del ánima y la hace estar inquieta para vacar al Señor, débese tomar aquel modo que noimpida esta quietud. Porque aunque la oración tenga fruto de satisfacción para las penas que debemos, mas porque es mayor fruto el que de ella se saca por la lumbre y gusto divinal, y otras mercedes que en ella Dios da, débese tomar lo que es medio para alcanzar lo mejor, si con todo no se puede cumplir.
Y a este propósito también hace, que si pensando vos una cosa en la oración, sintiere vuestra ánima que la convidan para otras partes, abriéndole otra puerta de buen pensamiento, debéis entonces dejar lo que pensábades y tomar lo que os dan, presuponiendo que es bueno lo uno y lo otro. Aunque habéis de mirar no sea esto, que os viene de nuevo, engaño del demonio, para que saltando de uno en otro, como picaza, os quite el fruto de la oración; o, por ventura, no sea liviandad de vuestro corazón, que no hallando lo que deseáis en un pensamiento, vayáis a probar si lo hallaréis en otro, o en otro. Por tanto, no debéis ligeramente dejar lo que tenéis, Si no fuéredes con eficacia interiormente convidada para otra parte, con una satisfacción que en el corazón suele quedar cuando Dios le convida, a cuando él se entremete. Y con pedir lumbre alSeñor, y con tener cuenta con mirar después de pasado qué fruto sacasteis, y tomando experiencia de muchas veces, podéis en este negocio acertar con lo que debéis.
Y a este propósito hace, que si estáis leyendo o rezando vocalmente, y el Señor os visita con algún sentimiento entrañable, debéis cesar de lo que hacíades, y gozar de aquel bocado que el Señor os envía. Cumplido con lo cual podréis proseguir lo que antes hacíades. Porque como esto exterior sirva para despertar la devoción interior, no se ha de tomar por medio para lo impedir.
Y no os hablara en tantas particularidades, si no hubiera visto gente tan atada a sus reglas y a cumplir sus tareas, que aunque haya causas para creer que el Señor quiere que seinterrumpan, ellos no quieren. Y si los quiere llevar Dios por un camino, ellos quieren ir por otro, fundados en su prudencia; siendo gran verdad que no hay cosa más contraria a este ejercicio, que pensar los hombres que se pueden por su discreción regir en él. Y a muchos he visto llenos de reglas para la oración, y hablar de ella muchos secretos, y estar muy vacíos de la obra de ella;porque el estribar en ellas, y el acordarse de ellas en el tiempo de la oración, les quita aquellahumildad y simplicidad de niño con que en este negocio han de tratar con Dios, como arriba os hedicho. Y no os digo esto para quitar las industrias razonables que de nuestra parte hemos de poner, especialmente cuando somos principiantes en ellos, mas para que se haga con tanta libertad, que no nos impidan el estar colgados del Señor, esperando sus mercedes por la vía que Él las quisiere hacer. Y tened por cosa muy cierta, que en este negocio aquél aprovecha más, que más se humilla, y más persevera, y más gime al Señor; y no quien sabe más reglas.
CAPITULO 76
Que el fin de la meditación de la Pasión ha de ser la imitación de ella; y cuál es lo primero y principio de cosas mayores que habemos de imitar.
Para que de este ejercicio de oración os sepáis aprovechar, debéis estar avisada que el fin de la meditación de la Pasión ha de ser la imitación de ella, y el cumplimiento de la Ley del Señor. Y dígoos esto, porque hay algunos que tienen mucha cuenta con las horas que gastan en la oración, y con el gusto de la suavidad de ella, y no la tienen con el provecho que de ella, sacan. Piensan con engañado juicio, que quien más dulcedumbre y más horas de oración tiene, aquél es más santo; como en la verdad aquel lo sea, que con profundo desprecio de sí, tiene mayor caridad, en la cual consiste la perfección de la vida cristiana y el cumplimiento de toda la Ley. Y quien bien vive y quien bien ora, para este fin lo debe hacer; y no contentarse con que gastó bien un rato en confesar o comulgar, o tener devota oración, o casas de esta manera.
De Moisés leemos, que habiendo estado cuarenta días y cuarenta noches subido en el monte Siná en continua conversación del altísimo Dios, y bajando después a la conversación de los hombres, ni contó visiones, ni revelaciones, ni secretos curiosos, mas trajo mucha luz en su faz, y dos tablas de piedra en sus manos; en una de las cuales estaban escritos tres mandamientos, que pertenecen a la honra de Dios, y en la otra siete, que pertenecen al provecho del prójimo (Ex., 34, 29); dando a entender, que quien trata con Dios con la lengua de la oración, ha de traer luz en su entendimiento, para saber lo que debe hacer, y el cumplimiento de la voluntad de Dios puesto en obra, como ley en las manos; y que, pues tiene oficio de orar, tenga vida de orador (hombre que ora); y sea tal, que en todo su trato se manifieste que se le ha pegado algo de aquella suma Verdad y suma pureza, con la cual ha tratado. Porque los que gastan un rato en llorar las bofetadas que al Señor le dieron en su Pasión, y si saliendo de allí se les ofrece alguna cosa, aun de las pequeñas que al Señor se ofrecieron, tienen tan poca paciencia como si hubieran aprendido en la oración a no sufrir nada, no sé a quién se deban comparar, sino a los que entre sueños les parece que hacen grandes cosas, y recordados (despertados), lo hacen todo al revés. ¿Qué cosa más loca puede haber, que pareciéndome bien la paciencia del Señor en sus penas, no quiera yo tenerla en las mías, sino decirle: Llevad vos, Señor, vuestra cruz a solas, aunque muy pesada sea, que no quiero yo ayudaros con llevar la mía, aunque pequeña? Los apóstoles compasión tuvieron, y lágrimas derramarían por la Pasión del Señor; mas porque huyeron de la imitar, fueron cobardes y ofendieron a Dios en ello como malos cristianos. Por tanto, no debéis considerar la Pasión y tener compasión como quien mira este negocio de talanquera, sino como quien ha de acompañar al Señor en el mismo padecer. Y con mirarle a Él, cobrad vos esfuerzo para beber su cáliz con Él por mucho que os amargue.
Y lo primero, y principio de cosas mayores, en que le habéis de imitar, sea en la exterior aspereza y mortificación de vuestro cuerpo, para que tengáis alguna semejanza con el suyo divino, tan lleno de trabajos y tormentos, mayores que se pueden decir. Miradle con mucha atención, cómo gusta hiél y vinagre ; miradle en cuan estrecha cama está acostado ; cuan desnudo está de ropa, y cuan vestido de tormentos de pies a cabeza; y cobrad vos esfuerzo para huir los regalos de vuestro cuerpo en vestidos y cama y comida. Y en esto, y en todo lo que buenamente pudiéredes, trabajad vuestro cuerpo, y hacedlo vivir en cruz. Y lo que no pudiéredes, deseadlo de corazón, y pedid fuerzas al Señor para ello, y llorad, porque estando Él en la cruz, no merecéis vos acompañarle e imitarle en ella. Los deseos del cristiano, que se ejercita en pensar la Pasión, éstos han de ser, si quiere imitarla. Porque como el Señor vino del cielo a la tierra a conversar con los hombres, y a les enseñar el mejor y más seguro camino para ir allá, y en naciendo escogió pobreza, frío, destierro; y creciendo en edad, creció en trabajos, y el fin de su vida fue acrecentamiento de otros mayores; honró tanto estas cosas, aunque muy bajas, que por juntarlas consigo les dio quilates de honra, y señales de seguridad, y hermosura para ser codiciadas. Porque si un rey temporal con usar un traje lo hace honroso y digno de imitación para todos los que son sus vasallos, muy mejor lo hará el soberano Rey de los reyes, cuyo valor es mayor sin comparación que el de todo lo criado, por alto que sea. Y quien esto no siente, no debe ser vasallo perfecto de acueste Señor, pues no tiene por suprema honra ser semejante a Él. «Agradable cosa es, dice San Bernardo, imitar la deshonra del Crucificado; mas esto es para aquellos que no son ingratos al mismo Crucificado.» Decidme: si un rey fuese por un camino a pie y descalzo, fatigado y sudando con la aspereza del camino, vestido de saco y llorando, como iba Santo Rey David, y todo para poner compasión, ¿qué criado suyo habría que, o de vergüenza o de amor, no fuese también a pie y descalzo, y conforme a su rey en cuanto pudiese? Y así dice la Escritura (2 Reg., 15, 16) que lo hicieron los criados y toda la gente que iban con el rey David. Y si el tal rey mandase a alguno de los criados que iban con él, que fuese cabalgando y con todo descanso, mandamiento recio sería para el tal criado, y suplicaríale de corazón no le hiciese tanto agravio, que yendo la Majestad Real tan mal tratada, fuese su siervo tan al revés de él. Y si todavía esto el tal rey mandase, obedecéríalo el criado; mas con tanta pena, que puestos los ojos en los trabajos del rey, no tomaría gusto en su corazón del descanso que de fuera llevaba; y teniéndose por más flaco y por menos honrado que los otros, tendría a muy mala dicha no oír conforme a su rey; y lo que le faltaba en la obra desearialo en su corazón, teniendo el descanso en paciencia, y el padecer en deseo.
Tales para, cierto, el Crucificado a los corazones que en mirarlo se ocupan, «si empero son agradecidos», como San Bernardo dijo, a tan grande beneficio, como es abajarse Dios a caminar por este destierro, con tales trabajos cuales nunca hombre pasó; porque donde esto hay, no queda lanza enhiesta, y de dentro y de fuera hay entrañable deseo de poner al Crucificado por sello en el corazón y en el brazo (Cant., 8, 6), como cosa de que no solamente no se angustien, ni se tienen por menos honrados; mas que, como Santiago (1, 2) dice, tienen por entero gozo ofrecérseles varios trabajos. Tal es la alteza de los agradecidos a este Señor, que a los ídolos de Egipto (Ex., 8, 26) a quien los mundanos precian y aman, que son honras, riquezas, deleites, ellos, con el cuchillo del amor de este Señor crucificado, los degüellan animosamente, y se los ofrecen con mucho amor, agradeciéndole que los quiso admitir a su compañía; y andan buscando, abrasados con amor, todas las vías que pueden para más padecer, esforzados como elefantes, con ver derramada la sangre de su Señor. Y si acaece que cumpla al servicio de su Señor tomar ellos descanso, o tener riquezas u honras, acéptanlo por obediencia, y usan de ello con temor; y es menester que los consuelen, para que puedan ir a caballo, viendo ir a pie al que más que a sí aman. Tal es la alteza de la vida cristiana; y así muda Cristo las cosas desde la cruz, que lo amargo y despreciado hace dulce y honroso, y pone asco de gustar de aquello sobre que los mundanos se matan.
Esta eficacia deseo que obre en vos el pensamiento de la sacra Pasión, y que la améis tanto, que traigáis su mortificación en vuestro cuerpo (2 Cor., 4, 10). Y si no hubiere quien os tire piedras, y encarcele y azote, como al Señor y a sus Apóstoles, los cuales iban gozosos por padecer por su nombre (Act., 5, 41), buscad vos, en cuanto buenamente pudiéredes, en qué padecer, y agradecedlo mucho a Dios cuando se os ofreciere; porque usando bien de lo poco, el Señor os dé fuerza para más, y os envíe más.
Y estad advertida no tengáis en poco estas cosas, por ocasión de que dice San Pablo (1 Tim., 4, 8) que el ejercicio corporal trae poco provecho; porque ya que de estas cosas se entienda, no quiere que se tengan en poco en sí mismas, sino cotejadas a otras mayores; para provecho de las cuales, y para satisfacer la pena que en el purgatorio se debe, y aun para alcanzar más gracia y más gloria, y para servir al Señor de dentro y de fuera, pues en todo le somos deudores, no hay duda sino que estas cosas son muy convenientes. En lo cual el soberano Maestro da luz de lo que debemos sentir, cuando dijo, hablando de las cosas mayores, conviene hacerlas; y hablando de las menores, no conviene dejarlas (Mt., 23, 23).
CAPITULO 77
Que la mortificación de las pasiones es lo segundo que se ha de sacar de la meditación de la Pasión de Cristo; y cómo se ha de usar este ejercicio para sacar este admirable fruto.
Lo que tras esto habéis de sacar de la meditación de la sacra Pasión, para que poco a poco vayáis subiendo de lo bajo a lo alto, ha de ser medicinar las llagas de vuestras pasiones con la medicina de la Pasión del Señor; al cual llama Isaías (11, 1) flor de la vara de Jessé; porque así como las flores suelen ser medios para dar salud, así Jesucristo, molido en la cruz y puesto en devota consideración sobre nuestras llagas, cuanto quier que sean peligrosas, son sanas por Él. Lo cual experimentaba San Agustín, y decía: «Cuando algún feo pensamiento me combate, voyme a las llagas de Cristo. Cuando el diablo me pone asechanzas, huyo a las entrañas de misericordia de mi Señor, y vase el demonio de mí. Si el ardor deshonesto mueve mis miembros, es apagado con acordarme de las llagas de mi Señor, el Hijo de Dios. Y en todas mis adversidades no hallé remedio de tanta eficacia como las llagas de Cristo; en aquéllas duermo seguro, y descanso sin miedo.» Lo mismo dice y experimentó San Bernardo, y experimentan todos aquellos que viéndose acosados de sus pasiones, como la cierva lo es de los perros, van con piadoso corazón a beber de aquellas fuentes sagradas del Salvador (Is., 12, 3), penosas para Él, y causadoras de gozo y refresco para nosotros.
Y allí experimentan ser gran verdad lo que en figura hizo Moisés, por mandamiento de Dios (Núm., 21, 9). cuando alzó una víbora de metal puesta en un palo, para que siendo mirada de aquellos que eran picados de víboras ponzoñosas, les librase de muerte y diese salud. La cual víbora, aunque por la figura parecía tener ponzoña, mas no la tenía, porque era víbora de metal. Y de esta manera Jesucristo nuestro Señor tiene verdadera carne, semejante a la carne del pecado (Rom., 8, 3), porque era sujeta a penas; mas es ajena de todo pecado, porque es carnede Dios, y formada por Espíritu Santo, y guardada por Él; y puesto en lo alto de la cruz muerto en ella, libra de muerte, y da salud a todos los mordidos de las tentaciones que con fe y amor van a El. Y pues tan a la mano tenéis remedio tan poderoso para ser sana, no resta sino que vos tengáis cuenta muy particular con saber qué víboras os pican dentro de vos, examinando cada día, y muy despacio, qué inclinaciones tenéis en lo más hondo de vuestro corazón; qué pasiones vivas tenéis, cuáles son las culpas en que algunas veces caéis, y cosas de esta manera; con que estéis tan usada (acostumbrada) y tan resoluta en el conocimiento de vuestras faltas, que las tengáis delante vuestros ojos y en vuestras uñas, como dicen. A lo cual no llegaréis en breve tiempo, ni aun en mucho, si no sois ayudada de celestial lumbre, con que veáis las raíces de vuestro corazón;el cual es tan hondo, que no vos, sino Dios, lo puede acabar de escudriñar.
Y ayudaros ha mucho para este conocimiento considerar las virtudes que el Señorejercitaba en su Pasión; pues Él ha de ser espejo en vuestra ánima, en lugar del que las mujerescasadas tienen para andar agradables a sus maridos. Mirad vos su mansedumbre, su caridad, su paciencia nunca vencida, su profundo silencio, y parecerán vuestras faltas por escondidas que estén. Y también os parecerán vuestras virtudes ser faltas (defectuosas, imperfectas), cotejadas con las de Él;
y avergonzaros heis de lo uno y de lo otro. Mas no desmayéis, sino presentaos con ellas, y no sin gemido, delante del Señor, como hace el niño que enseña a su madre la espina que tenía hincada en la mano, y con sus lágrimas pide a su madre que se la saque ; y así hará el Señor con vos. Porque así como es espejo que declara vuestras faltas, así con su ejemplo y salud es verdadero remedio de ellas. Y viéndole vos con tantas deshonras que por vuestro amor pasó, se encenderá vuestro corazón a desechar de vos la afición de la honra; y su paciencia matará vuestra ira; y su hiel y vinagre será remedio contra vuestra gula; y verlo obediente a su Padre hasta muerte de cruz, domará vuestra cerviz para obedecer a su santa voluntad, aun en lo muy trabajoso. Y cuando miráredes que el altísimo Dios humanado, Señor de cielos y tierra y de todo lo que en ellos hay, obedecía a los sayones cuando le querían desnudar y vestir, cuando le ataban y desataban, cuando le mandaban echar en la cruz y tender los brazos para ser enclavados, daros ha gana, y con gemido de corazón, si algún sentimiento tenéis, de ser obediente, no sólo a mayores e iguales, mas aun a menores, y de sujetaros por Dios, como dice San Pedro (1 Petr., 2, 13), a toda humana criatura, aun para ser maltratada de todos. Y por esta forma morirá en vos la codicia, si miráis sus manos agujereadas, dando su sangre por el bien de los hombres, Dará que ellos cumplan lo que Él primero mandó cuando dijo (Jn., 13, 34): Amaos como Yo os amé. Y, en conclusión, probaréis por experiencia que dijo San Pablo verdad (Rom., 6, 6), que nuestro hombre viejo fue crucificado con Cristo.
Y si este remedio y victoria no lo sintiéredes luego como deseáis, no os desmayéis, ni os apartéis de lo comenzado; mas conociendo ser vuestra dureza y maldad mayor de lo que pensábades, gemid más, y pedid al Señor con mayor humildad que no permita su misericordia que quedéis vos enferma, pues Él, siendo Dios, padeció y murió para sanaros. Y tened esperanza que no se hará sordo el que manda que le llaméis; y que no tendrá crueles entrañas para veros enferma y dar voces a la puerta del hospital de su misericordia, que son sus llagas, y que un día u otro no os meta en ellas para curaros.
Mas avisóos, que no se hace este negocio en breve tiempo; y que aunque dijo San Pablo en pocas palabras (Galat., 5, 24), que los que son de Cristo han crucificado su propia carne con sus vicios y deseos, mas los que no se contentan con haber salido de pecado mortal, y quieren alcanzar perfecta victoria de sí mismos, venciendo las siete generaciones de enemigos que ocupan la tierra de promisión (Siete generaciones : esto es, siete puebles o linajes que habitaban en Palestina a la llegada del Pueblo escogido, a saber : el Cananeo, Heteo, Heveo, Fereceo, Gergeseo, Jebuseo y Amorreo. [Véase Jos., 3, 10]), hallan por experiencia que lo que en una palabra se dice, en muchos años se cumple. Mas el soberano Señor suele proveer a los tales con esperanza de perfecta salud, dándoles de cuando en cuando salud de alguna particular enfermedad. Y así leemos que el capitán Josué, habiendo vencido cinco reyes, dijo a los suyos (10, 24): Poned los pies sobre los cuellos de acuestos reyes, y no queráis temer; mas confortaos y sed esforzados; porque como el Señor ha vencido a éstos, así hará a todos vuestros enemigos, contra los cuales peleáis. Haced vos así; determinad de morir o vencer; porque si no salís con victoria de vuestras pasiones, no podréis pasar adelante en el ejercicio de la familiar conversación del Señor. Porque aquel dulcísimo sueño que con sosiego en sus brazos se duerme, no es razón que se dé sino a los que primero han peleado, y con trabajos vencido a sí mismos. Ni pueden gozar de ser templos quietos del pacífico Salomón, si primero no son labrados con golpes de mortificación de pasiones, y quebrantamiento de voluntad. Ni el humo, que las pasiones no mortificadas causan en el ánima, deja tener la vista tan clara como conviene para mirar al Rey en su hermosura (Is., 33, 17); ni dejan haber aquella pureza que ha menester el ánima para unirse con Dios, a modo de casta esposa, por un modo particular, secreto, y guardado para aquellos a quien el Señor lo quiere dar, después de haber trabajado muchos años y con mucho amor, como hizo Jacob por Raquel (Gen., 29, 30).
CAPITULO 78
Que lo más excelente que habernos de meditar e imitar en la Pasión del Señor, es el amor con que por nosotros se ofreció al Eterno Padre.
Después de haber entrado en la primera sala exterior del templo del verdadero Salomón, que es considerar a Cristo en lo exterior, y después de haber, con el cuchillo de la divina palabra, sacrificado vuestras irracionales pasiones, que es oficio que se hacía en la sala del templo que se llamaba Santa, resta, si hemos de proseguir el camino, que procuremos de entrar en el Sancta Sanctorum, lugar más precioso, y fin de los otros lugares. Y si preguntáis cuál sea éste, dígoos que el Corazón de Jesucristo nuestro Señor, verdaderamente Santo de Santos. Porque así como Él no se contentó con padecer en lo de fuera, sino amando de corazón, así no debéis vos de parar en mirar e imitar lo que de fuera padece, si no entráis en su Corazón para mirarlo y para imitarlo. Y porque la entrada fuese más fácil, y lo que en su Corazón estaba encerrado más manifiesto, permitió Él que, después de muerto, aunque ya no sentía dolor, fuese abierto su Corazón sagrado, para que como por puerta abierta y llena de tanta admiración, los hombres se moviesen a entrarse por ella, como por cosa que se está convidando a mirar las hermosuras que contiene dentro de sí. Mas ¿quién las contará con la lengua, pues quien allá entra y las mira, no puede alcanzar cuan grandes son, y aun aquello que alcanza no lo puede decir?
San Juan dice, en figura de esto, que se abrió el templo de Dios, y fue vista en él el Arca del Testamento (Apoc, 11, 19). Porque en el Corazón de Cristo está obrada la Ley de Dios y está guardado el maná del Pan celestial, y el amansamiento (aplacamiento [propiciatorio]) de Dios precioso y cumplido, significado en la cobertura de oro de la antigua Arca; y todo esto con tanta excelencia, que excede a todo lo que se puede pensar. Santo Rey y Profeta David dice (Ps. 39, 6):Muchas maravillas hiciste, Señor Dios mío; y en tus pensamientos, que para mi provecho tuviste, no hay semejante a Ti. Maravilloso es todo lo que Dios ha hecho, y más maravilloso lo que ha padecido; mas si miráredes a los pensamientos de su Corazón, que cuando padecía tenía, casi olvidada de todo lo otro, diréis con alto clamor de vuestra ánima: ¡Señor, no hay semejante a Ti! Preguntadle, doncella, cuando le viéredes dejarse atar las manos y cuello, cuando le viéredes padecer bofetadas, espinas, clavos y muerte, que os haga merced de os decir por qué, siendo tan fuerte y tan poderoso, se deja tratar como flaco sin ninguna resistencia. Y responderos ha San Juan en su nombre (Apoc, 1, 5): Nos amó y nos lavó con su sangre de nuestros pecados.Rumiad estas palabras, asentadlas en vuestro corazón, y paraos a pensar cuan excesivo y admirable amor es aquel que así arde en el Corazón, que hace pasar tales cosas de fuera. Decid entre vos misma: ¿ Qué persona habría por quien yo, u otro como yo, tales cosas pasase sin pretender propio interés, sino por puro amor de la otra persona? Y veréis que padecer todo estoque el Señor padeció, no es cosa que se debe buscar en otra persona: porque ninguna tendría para ello fuerzas. Mas pasar algo de lo que Él pasó, por ventura se podría hallar entre padres e hijos, o entre hermanos o amigos, o entre casados, o gente de esta manera; a la cual, o la necesidad o el parentesco o la amistad suele poner fuerzas, o para padecer o para morir, aunque muy pocas veces. Mas padecer por extraños y sin propio interés, y sin lo deber, y morir por puro amor, cosa es no vista.
Y si se viese, aunque fuese morir un esclavo por un rey, cuanto más precediendo a su muerte algunos azotes y tormentos de los muchos que el Señor padeció, hazaña sería por la cual el esclavo alcanzaría perdón, aunque muchas maldades hubiese hecho; y juzgarían todos que había merecido que el rey le hiciese mercedes, si en la otra vida se las pudiese dar. Y muchos días no se caería de la boca de los hombres tal hazaña, y aun el rey la contarla con mucha ternura y agradecimiento.
Pues volvamos esto al revés, que el rey muera después de haber sufrido muchos tormentos y graves deshonras por su esclavo, del cual no ha recibido servicio ninguno, antes graves ofensas, dignas de muy cruel muerte; y que la causa de morir el rey sea por puro amor que a este esclavo tenía, cosa es ni vista ni oída, y de tan excesivo amor, que pondría en grandísimo espanto a los que lo oyesen, y que diese materia de predicar la bondad de aquel rey por muchos días y aun por toda la vida. Y sería tan admirable, tan nuevo y tan alto este amor, que algunos, de flaca virtud y de poco juicio, se escandalizasen, y no sintiesen de la tal obra como debían, diciendo ser demasía que la real Majestad, llena de toda virtud, diese su vida preciosa porque el mal esclavo viviese, mereciendo justísimamente la muerte. Y si aun, sobre esto, se añadiese al negocio, que aquel rey fuese tan sabio y tan poderoso, que con mucha facilidad, sin padecer nada y sin hacer a nadie injusticia, pudiese librar de la muerte a aquel su esclavo, y con todo esto quisiese encumbrar tanto su amor y darlo a entender, que quisiese pasar tales y tantas cosas cuales nunca nadie pasó, porque esto le estaba mejor al esclavo, cierto es que habría pocos ojos que pudiesen mirar a tan alto sol de amor abrasado. Y si alguno tuviese tan buen sentido, que sintiese de esta obra como debía sentir, maravilla sería, si de admirado y de espantado no saliese fuera de sí. Y si esto acaeciera a persona que no había recibido del rey este beneficio, sino de sólo pensar que se había hecho por otro, ¿qué se debe creer que obraría en el corazón del esclavo por quien el rey había muerto, si algún juicio tuviese? ¿No os parece que tal golpe de tal amor lo despertaría, lo mudaría y lo cautivaría tanto del amor de aquel rey, que ni pudiese callar sus alabanzas, ni acordarse de Él sino con lágrimas, ni ocuparse en otra cosa que en amar y agradar a su rey, padeciendo por él todo lo posible?
¿Habéis entendido acuesta parábola, que nunca en el mundo se ha puesto por obra? Pues sabed que lo que los reyes de la tierra no han hecho, lo hizo el Rey celestial, Jesucristo, del cual dice San Juan (Apoc, 19, 16), que traía escrito en su muslo: Rey de los reyes y Señor de señores; porque aun por la parte que es hombre y tiene humana naturaleza—significada en el muslo—, es tanta su alteza, que excede a todos los señores y reyes criados, no sólo los que hay en este mundo, mas en el cielo, teniendo nombre sobre todo nombre (Filp., 2, 9) y alteza y señorío sobre todos los altos hombres y ángeles, chicos y grandes. Mirad esta alteza, a la cual no hay igual, y bajad vuestros ojos a mirar la bajeza de los esclavos por quien padece, y veréis que, como dice San Pablo (Rom.,5, 6), somos flacos y pecadores y traidores contra Dios, y enemigos suyos. Los cuales títulos son de tanta deshonra y bajeza, que ponen al hombre en el lugar y precio más vil que en todo lo criado hay; pues que no hay cosa tan baja como el ser malo; y ninguna cosa hay mala sino el pecador, por ser pecador. Cotejando, pues, estos extremos tan diferentes de tan alto Rey y tan malos esclavos, mirad ahora lo mucho que Él a ellos amó; andad acá al Corazón del Señor, y si tenéis ojos de águila, aquí los habréis menester, y aun no os bastarán para mirar el resplandeciente y encumbrado amor que aquella santísima ánima tiene en tanto grado, que aun aquellos más altos ángeles del cielo, que porque aman mucho, tienen por nombre Serafines, que quiere decir encendidos; si vinieran al monte Calvario al tiempo que el Señor padecía, se admiraran de su excesivo amor, en cuya comparación el amor de ellos era tibieza. Porque así como aquella sacratísima Anima tiene la mayor alteza y honra que nadie puede tener en cielos ni en tierra, porque en siendo criada, luego fue unida a la Persona del Verbo de Dios; así le fué infundido el Espíritu Santo sin medida ninguna (Jn., 3, 34), y le fue dada tal gracia y amor, que ni ellos pueden más crecer, ni en el Anima puede más caber. De manera, que con mucha razón conviene a esta santísima Anima lo que está escrito (Cant., 2, 4): Metióme el Rey en la bodega del vino, y ordenó en mí la caridad; o según otra letra: Puso sobre mí su bandera de amor.Porque como esta Anima, en siendo criada, luego vio claramente la divina esencia, y la amó fortísimamente, fue puesta sobre ella la bandera del amor santo, para dar a entender que ella fue la más vencida de amor que hombre ni ángel en el cielo ni en [la] tierra. Y porque en la guerra del amor de Dios, quien es más vencido es más dichoso, más digno y más esforzado, llevaesta benditísima Anima la bandera del amor, para que sepan todos los que quisieren amar en el cielo y en la tierra, que a este Señor han de seguir para saberlo hacer, como discípulos a maestro, y como soldados a su capitán; pues a todos excede en el amar, como les excede en el señorío.
Y pues tal fuego de amor estaba metido en lo más dentro de aquella sacratísima Anima, no es mucho que salga la llama de fuera, y que abrase y queme las vestiduras, que son su sacratísimo Cuerpo, lleno de tales tormentos, que dan testimonio del amor interior. Porque escrito está (Prov., 6, 27): ¿Quién pueda tener el fuego en el seno, que no se le quemen las vestiduras? Y cuando de fuera le viéredes que le atan las manos con crueles cordeles, entended que está preso de dentro con lazos de amor, tanto más fuertes que los de fuera, cuanto exceden cadenas de hierro a hilos de estopa. Este amor, éste, fue el que le enflaqueció, venció y prendió, y le trajo de juez en juez, y de tormento de azotes a tormento de crueles espinas, y le puso la cruz encima, y lo llevó al monte Calvario, donde Él fue puesto encima de ella, y tendió sus brazos para ser crucificado, en señal que tenía su Corazón abierto con amor, tan extendido para con todos, que del centro de su Corazón salían resplandecientes y poderosos rayos de amor, que iban a parar a cada uno de los hombres pasados, presentes y por venir, ofreciendo su vida por el bien de ellos. Y si de fuera lleva el gran Sacerdote escritos los nombres de los doce hijos de Israel sobre sus hombros y también en su pecho (Ex., 28, 21), muy mejor los lleva el nuestro encima sus hombros, padeciendo por los hombres, y los tiene escritos en su Corazón. Porque los ama tan de verdad, que si el primer Adán los vendió por una manzana, [y,] ellos se venden por cosas muy viles, queriéndose, mal, por amar la maldad; este Señor amoroso los precia y ama tanto, que por los rescatar de cautiverio tan miserable, se dio Él en precio por ellos, en testimonio que los ama más que ellos se aman a sí, ni que nadie los ama.
CAPITULO 79
Del abrasado amor con que Jesucristo amaba a Dios y a los hombres por Dios; del cual amor, como de fuente, nació lo mucho que exteriormente padeció; y que fue mucho más lo que padeció en lo interior.
Si el corazón del hombre es tan malo, como Jeremías (17, 10) dice, que no hay quien lo pueda escudriñar sino Dios, y cuanto más se cava en la pared de él, se descubren mayores abominaciones, como fué mostrado en figura a Ezequiel (8, 9), ¿con cuánta más razón podremos decir que el Corazón de Jesucristo nuestro Señor, por ser más bueno que los otros son malos, no habrá quien del todo lo pueda escudriñar, sino el mismo Señor, cuyo es? Cosa es digna de admiración, y que debe bastar para robarnos el ánima y cautivarnos de Dios, el excesivo amor de su Corazón, que se manifestó en padecer muerte y Pasión por nosotros, según hemos dicho. Mas si con lumbre del cielo caváis más, y escudriñáis este relicario de Dios, lleno de inefables secretos, veréis dentro de él tales efectos de amor, que nos pongan en mayor admiración que lo que de fuera pasó. Para lo cual os debéis de acordar que en la villa de Bethsaida, curando el Señor a un hombre sordo, dice el Evangelio que alzó el Señor sus sagrados ojos al ciélo, y gimió (Mc., 7, 34), y tras esto curó al enfermo. Aquel gemido que de fuera sonó, uno era, y en breve tiempo se pasarla; mas fue testimonio de otro gemido, y gemidos entrañables, y que le duraron, no por un rato breve, sino por meses y años.
Porque habéis de saber, que en siendo criada aquella santísima Anima, e infundida en su cuerpo en el vientre virginal de nuestra Señora, luego vio tan claramente como ahora la divina Esencia, que por su alteza es llamada cielo con mucha razón. Y en viéndola, juzgó ser digna de toda honra y servicio; y así se lo deseó, con inefables fuerzas de amor que le fueron dadas para amar. Y aunque la ley ordinaria del que ve a Dios claramente sea ésta, que sea bienaventurada en cuerpo y en ánima, y ninguna pena pueda tener; mas porque nosotros pudiésemos serrescatados por los preciosos trabajos de este Señor, fué ordenado que la bienaventuranza y gozo se quedase en la parte superior de su Anima, y que no redundase en la interior, ni en el cuerpo; renunciando lo que justamente le era debido de gozo, por aceptar y sufrir las penas que nosotros debíamos.
Y si aquella santísima Anima, que alzó los ojos de su entendimiento al cielo de la Divinidad, no tuviera otra cosa que mirar sino a Ella, no hubiera de qué tomar pena, pues es Dios tal bien, que de su vista no puede venir sino amor y gozo. Mas como también vio todas, las ofensas que los hombres habían hecho contra Dios desde el principio del mundo, y las que se habían de hacer hasta el fin de él, fue tan entrañable su dolor de ver ofendido aquel cielo de la divina Majestad, cuan grande el deseo que tenía de verla servida. Y como no hay quien pueda alcanzar la grandeza de este deseo, tampoco hay quien pueda alcanzar la grandeza de aquel su dolor. Porque el Espíritu Santo, que le fue dado sin medida (Jn., 3, 34), que es figurado en el fuego, la abrasaba con grandísimo amor para amar a Dios; y el mismo Espíritu Santo, figurado en paloma, le hacía amargamente gemir, por ver ofendido al que inefablemente amaba.
Mas para que veáis cómo este cuchillo de dolor, que atravesaba el Corazón del Señor, no le hería por sola una parte, mas que era de entrambas partes agudo y muy lastimero, acordaos que el mismo Señor, mirando al cielo gimió y lloró sobre Lázaro (Jn., 11, 35), y sobre Jerusalén (Lc.,19, 41). Y como San Ambrosio dice: «No es de maravillar que se duela de todos quien por uno lloró.» De manera,: que ver a Dios ofendido, ya los hombres perdidos por el pecado, era cuchillo de dos filos que entrañablemente lastimaba su Corazón, por el inestimable amor que a Él tenía por Sí y a los hombres por Él, deseando la satisfacción de la honra divina y el remedio de los hombres, aunque fuese muy a su costa. ¡Oh Jesús benditísimo!, que verte de fuera atormentado quiebra el corazón del cristiano, y verte de dentro quebrantado con algunos dolores, ni hay vista ni fuerza que lo pueda llevar. Tres clavos, Señor, rompieron tus manos y pies con graves dolores; setenta y tantas espinas se dice que penetraron tu divina cabeza; tus bofetadas e injurias muy muchas fueron; y de los azotes que recibió tu delicadísimo cuerpo, se dice que pasaron de cinco mil. Por lo cual, y por otras muchas penas que en tu Pasión concurrieron, tan graves, que otro que Tú que las pasaste no las alcanza, fue dicho en tu persona mucho tiempo antes (Thren., 1, 12): Todos los que pasáis por el camino, atended y mirad si hay dolor igual al mío. Y con todo esto, Tú, cuyo amor no tenia tasa, buscaste y hallaste invenciones nuevas para traer y sentir dentro de Ti dolores que excediesen en número a los clavos, azotes y tormentos que de fuera pasaste, y durasen más tiempo y fuesen más agudos para te herir. Isaías (53, 6) dice: Cada uno de nosotros se perdió por su camino, y el Señor puso sobre su Mesías los pecados de iodos nosotros. Y esta sentencia tan rigurosa de la divina justicia, tu amor, Señor, la hubo por buena; y echaste sobre tus cuestas, y te hiciste cargo de todos los pecados, sin faltar uno, que todos los hombres hicieron, hacen y han de hacer desde el principio del mundo hasta que se acabe, para pagarlos Tú, Señor, amador nuestro, con dolores de tu Corazón.
¿Mas quién contará el número de tus dolores, pues tampoco hay quien cuente el número de nuestros pecados, que los causaron, sino Tú solo, Señor, que los pasaste, hecho por nosotrosvarón de dolores, y que pruebas por experiencia trabajos? (Is., 53, 3). Un solo nombre dice de si que tenía más pecados que cabellos en la cabeza (Ps., 39, 12). Y sobre esto, aun dice que le perdone Dios los otros pecados que tiene y no los conoce (Ps., 18, 14). Pues si uno, que es David, tantos tiene, ¿quién contará los que tienen todos los hombres, muchos de los cuales hicieron más y mayores pecados que no David? ¡ En cuánto trabajo te metiste, oh Cordero de Dios, para quitar los pecados del mundo!, en cuya persona fue dicho (Ps., 21, 13): Cercáronme muchos becerros; y los toros gruesos me rodearon: abrieron sobre mí su boca como león que brama y hace presa. Mas aunque en el huerto de Getsemaní te fueron, Señor, a prender una capitanía de mil hombres del brazo seglar, sin la gente enviada por los Pontífices y fariseos, los cuales con mucha crueldad te cercaron y prendieron; mas a quien mirare la muchedumbre y grandeza de todos los pecados del mundo que han cercado tu Corazón, poca gente le parecerá la que aquella noche te fue a prender, en comparación de los que cercan a tu Corazón. ¡ Qué vista, Señor, tan espantable I ¡ Qué retablo tan feo, y para dar tanta pena, traías delante de Ti, cercado de nuestros grandes pecados, significados por los becerros, y de los muy grandes, significados por los toros! ¿Quién contará, Señor, cuan feos pecados han acaecido en el mundo, que presentados delante tu inefable limpieza y santidad, te pondrían espanto, y como toros con bocas abiertas arremetían a Ti, pidiendo que Tú, Señor, pagases la pena que tanta maldad merecía? ¡Con cuánta razón se dice adelante (v. 15) que fuiste derramado como agua, con tormentos de fuera, y tu Corazón fue derretido como cera, con fuego de dolores de dentro! ¿Quién, Señor, dirá que puede más crecer el número de tus dolores, pues tan sin número son nuestros pecados?
CAPITULO 80
En que se prosigue la ternura del amor de Cristo para con los hombres, y lo que le causaba el interior dolor y cruz de su Corazón, que tuvo toda la vida.
De lo dicho se verá cuántos y cuan grandes fueron los dolores del Señor, pues fueron tantos y tan grandes los pecados nuestros que los causaban.
Mas si caváremos en lo más dentro del Corazón del Señor, hallaremos en él dolores por los pecados que los hombres han hecho, y dolores por los pecados que nunca hicieron. Porque así como el perdón de los unos cayó, Señor, sobre Ti, así la preservación de los otros te ha de costar dolores y muerte; pues que la gracia y los favores divinos que preservaron de pecar, a nadie se dio de balde, sino a costa de tus preciosos trabajos. De manera, Señor, que todos los hombres cargan de Ti, chicos y grandes, pasados, presentes y por venir; los que pecaron, y que no pecaron; y los que mucho y los que poco. Porque mirados todos en sí, eran hijos de ira, sin gracia de Dios, y desterrados del cielo, inclinados a todo pecado. Y si han de recibir perdón, y han de recibir gracia, y evitar los pecados, y ser hijos de Dios, y gozar de Dios para siempre en el cielo, todo. Señor, ha de ser a tu costa, pagando los males y comprando los bienes: y todo tan a tu costa, que vayan proporcionados los dolores, en número y en grandeza, con lo mucho que estas cosas valen; y aun ha de sobrepujar tu precio a lo que compras, para que así enseñes tu amor, y nuestra redención ¡y consuelo sean más firmes.
¡ Qué caro, Señor, te cuesta el nombre de Padre del siglo que está por venir, que Isaías (9, 6) te puso! Pues así como ningún hombre hay que, según la generación de la carne—que se llama el primer siglo—, no venga de Adán, así tampoco lo hay quien, según el ser de la gracia, no venga de Ti. Mas Adán fue mal padre, que por malos placeres mató a sí y a sus hijos; mas Tú, Señor, alcanzaste el nombre de Padre a costa de tus dolorosos gemidos, con los cuales, como leona que brama, diste vida a los que el primer padre mató. Aquél bebió la ponzoña que la víbora le dio, y fue hecho padre de víboras, pues engendró hijos pecadores; mas todos sus hijos, que mirados en sí mismos, son víboras ponzoñosas, se asieron, Señor, de tu Corazón, y te daban bocados de dolor nunca visto; y no solamente por tiempo de dieciocho horas que duró tu sagrada Pasión, mas por treinta y tres años enteros, desde veinticinco de marzo, que según hombre, fuiste concebido, hasta veinticinco de marzo, [que] perdiste la vida en la cruz.
Tú mismo te llamaste Madre, cuando dijiste hablando con Jerusalén: ¡Cuántas veces quise meter tus hijos debajo de mis alas, como la gallina, y tú no quisiste! (Mat., 23, 37). Y para dar a entender que tu Corazón tiene amor particular y ternura, te comparaste con la gallina, que es la que particularmente pierde su frescura, y se aflige por lo que toca a sus hijos. Y no sólo eres como ella, mas sobrepujas a ella y a todas las madres, como Tú, Señor, dijiste por Isaías (49, 15):¿Por ventura puédese olvidar la madre del niño que parió de su vientre? Pues si ella se olvidare, yo no me olvidaré de ti, porque te tengo escrita en mis manos, y tus muros están siempre delante de mí. ¿Quién, Señor, podrá escudriñar, por mucho que cave en tu Corazón, los inefables secretos de amor y dolor que están encerrados en Él? No te contentas. Señor, con tener amor fuerte, y padecer trabajos de padre; mas para que ningún regalo nos falte y ningún trabajo a Ti, quieres sernos madre en la ternura del amor, que les suele causar entrañable afección. Y aún más que madre, pues que de ninguna leemos que por ■ acordarse siempre de su hijo, haya escrito algún libro, en el cual duros clavos sean la péndola, y sus propias manos sean el papel; y que hincándose en las manos, y traspasándolas, salga sangre en lugar de tinta, que con graves dolores dé testimonio del grande amor interior, que no deja poner en olvido lo que delante las manos traemos. Y si esto que en la cruz pasaste, enclavadas tus manos y pies, es cosa que excede a todo el amor de las madres, ¿quién contará aquel grande amor y grande dolor con que trajiste en el vientre de tu Corazón a todos los hombres, gimiendo sus pecados con gemidos de parto, no por una hora ni por un día, mas por todo el tiempo de tu vida, que fue treinta y tres años, hasta que como otra Raquel (Gen., 35, 18), moriste de parto en la cruz, para que naciese Benjamín vivo? Las víboras que dentro de Ti mismo traías, te daban, Señor, tales bocados, que te hicieron reventar en la cruz, para que a costa de tus dolores, las víboras se trocasen en simplicidad y mansedumbre de ovejas, que a trueque de tu muerte alcanzasen vida de gracia.
Cuan justamente, Señor, puedes llamar a los hombres, si miras lo que pasaste por ellos,hijos de mi dolor, como llamó Raquel a su hijo (Gen., 35, 18); pues que el dolor que sus pecados te dieron, fue mayor que el deleite que ellos tomaron cuando pecaron. Y fue mayor tu humildad y quebrantamiento interior, que el desacato y soberbia que ellos tuvieron contra el Altísimo cuando le ofendieron, quebrantando sus leyes; para que de esta manera lo más venciese a lo menos, y tus dolores a nuestros pecados.
Más te dolieron, Señor, los pecados ajenos, que a ningún hombre dolieron los propios. Y si leemos de algunos que tanto arrepentimiento tuvieron de haber pecado que, no pudiendo caber en ellos tanto dolor, perdieron la vida, ¿qué dolores obró en Ti aquel amor sin medida que a Dios y a los hombres tuviste, pues que una centella de acueste amor, infundido en los corazones de aquéllos, los apretó tanto que los hizo reventar como pólvora? De muchos leemos y sabemos, que por oír una nueva que les fuese muy penosa, perdieron la vida. Dinos Tú, Señor, por tu misericordia, ¿cómo tuviste fuerzas para sufrir aquella nueva tan triste, cuando de nuevo te fueron presentados todos los pecados de todos los hombres, amándolos mucho más que ningún hombre amó a otro, ni se amó a sí mismo; y siendo el mal que de ellos viste mayor—y conociéndolo Tú por tal—, que ningún otro mal que pueda venir? ¿Y cómo, Señor, tuviste fuerzas para ver a tu Divinidad ofendida, y vivir, pues que no tiene medida el amor que le tienes? ¡Y viviste, Señor, cuando oíste estas nuevas, y viviste con el dolor de ellas por toda tu vida! Mas si no te fueran dadas fuerzas particulares para sufrir tales dolores, obraran en Ti la muerte, que menores dolores obraron en otros. De manera, Señor, que no una muerte, mas muchas te debo.
Y aunque por estos dolores, que como Madre, por los hombres pasaste, puedes con mucha razón llamarles hijos de mi dolor, según hemos dicho; mas como también eres Padre, llámasloshijos de mi mano derecha, como hizo Jacob (Gen., 35, 18), porque en ellos se ejercita y manifiesta la grandeza de tu mano, que es tu poder, pues los sacas del pecado, y los pones en tu gracia en este siglo; y en el día postrero los pondrás a Tu mano derecha, para que te acompañen en la gloria, sentados con grande reposo y seguridad, como Tú, Señor, lo estás a la mano derecha del Padre, dando por bien empleado todo lo que trabajaste con ellos.